martes, 28 de diciembre de 2010

Natividad



“José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén, en Judea, para empadronarse con Maria, su esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.”

Así de sencillo es el relato que hace San Lucas (2,4-7) del nacimiento de Jesús, un hecho que ocurre en un lugar y tiempo concretos, en Belén, siendo Cesar Augusto emperador de Roma, Quirino gobernador de Siria, y Herodes el Grande rey de los judíos, y que está seguido de consecuencias históricas definibles, pero que es mucho más que eso, porque lo que confiesa la fe cristiana es que ese recién nacido es el Hijo eterno de Dios hecho hombre.

No puedo imaginar la perspectiva de aquellos que, más jóvenes, no conocen la historia del nacimiento de Jesús sino en confusa – y mortífera, creo - mezcolanza con papá Noel, Batman, Bart Simpson o Bob Esponja, pero los que ya tenemos cierta edad y hemos nacido en un entorno socio-cultural cristiano tampoco estamos mucho mejor, porque la hemos oído tantas veces, sin detenernos a considerarla nunca, y la hemos visto representada tantas veces y de tantas formas, en pinturas, vidrieras, nacimientos o belenes, en casas, iglesias, escaparates y centros comerciales, que nos hemos “acostumbrado”, y muchas veces no somos capaces de apreciarla con toda su belleza y grandiosidad, y menos aun advertir sus implicaciones.

Y es que, aun cuando por alguna circunstancia estemos alejados de la fe y no podamos reconocer en ese relato mas que un mito (un mito inserto en la historia), si estamos libres de prejuicios y somos capaces, aunque solo sea durante unos minutos, de detener el baile (en estos días me parece ver al maestro de ceremonias dando vueltas y musitando “¡danzad, danzad malditos!”) para desembarazarnos del estrépito aturdidor que rodea la celebración de las “fiestas”, a poco que lo meditemos, no podremos dejar de reconocer que es una historia extraordinaria y sin parangón: Dios, el Creador que tiene todo en sus manos por el que todo existe y del que todos dependemos, se abaja realmente, y se pone en la situación de dependencia total propia de un recién nacido, necesitado de ayuda, de protección y de amor. Nadie podría imaginar nada semejante porque escapa a cualquier cálculo y razonamiento humanos, es la instauración de un reino de amor, no de fuerza, de un reino para los humildes que necesitan misericordia, y no para esclavos fascinados por el espectáculo de proezas deslumbrantes, que podrían forzar la inteligencia, pero no el corazón.

Tal vez por eso me gusta especialmente la escena del nacimiento en la película “Natividad ” , creo que muestra de forma maravillosa lo que significa la encarnación, el Hijo eterno de Dios hecho hombre, sí, pero no de cualquier manera, sino literalmente, hecho carne, sangre, dotado de alma racional humana, y dado a luz por una mujer, la Virgen María.

Creo que merece la pena detenerse a considerarlo unos minutos la próxima vez que veamos un Nacimiento.

¡Feliz Navidad!

domingo, 28 de noviembre de 2010

Empezar de nuevo



Se trata de una escena deliciosa de la película “Una historia del Bronx”, en la que oímos la reflexión del protagonista, Calogero, mientras le vemos correr alegre por el pasillo de la Iglesia, después de salir del confesionario:“Era fantástico ser católico e ir a confesarse. Uno podía empezar de nuevo todas las semanas.”

Es cierto, y es algo que distingue radicalmente a la Iglesia Católica de los movimientos surgidos a partir de la mal llamada “Reforma”, en el siglo XVI, que proclamaron, como hizo Lutero en la víspera de Todos los Santos de 1517, que la Iglesia no tenía ningún poder para perdonar los pecados, negando toda eficacia al sacramento de la penitencia y a las indulgencias, lo que era consecuencia lógica de su visión del hombre como un ser cuya naturaleza, su voluntad e inteligencia, estaban corrompidas y arruinadas, y de la negación del libre albedrío. Y en el mismo sentido se manifestó Calvino, afirmando que todos los hombres estaban predestinados a la gloria o a la condenación eternas, y debían recorrer solos ese camino – la vida - hacia un destino desconocido, porque nadie podía ayudarles a recorrerlo; ni la Iglesia ni los sacramentos, que no podían pretender alterar la voluntad eterna e inmutable de Dios, ni el mismo Cristo que solo murió por los elegidos. Eso les llevó - como signo de  justificación - a considerarse a si mismos la iglesia de los santos en el mundo, los favoritos de la gracia, los "electi" que, careciendo de conciencia sobre su propia debilidad, no solo no sentían ninguna indulgencia ante el pecado cometido por el prójimo, sino que odiaban y despreciaban a quien aparecía como enemigo de Dios, que llevaba impresa la marca de la condenación eterna.

Frente la impotencia ética del luteranismo, y frente a la aristocracia inmisericorde de los elegidos, la Iglesia Católica aborrece profundamente el pecado, pero es indulgente con el pecador, acoge a la prostituta, al ladrón y al pródigo arrepentidos, al publicano que no se atreve a alzar los ojos al cielo, frente al fariseo que lo desprecia. Cumple así fielmente el mandato divino: hasta setenta veces siete, siempre, se han de perdonar los pecados a quien confiesa su culpa [perdón por la digresión, pero me viene a la memoria lo que me espetó una contertulia en el descanso de un debate en televisión: “¡qué fácil lo tenéis los católicos, pedís perdón y ya está!”; ¡pues sí!, nada más y nada menos que pedir perdón, en las condiciones prescritas], aplicándose los merecimientos de Cristo, no como una aplicación extrínseca que no implica ninguna renovación interior, no como una especie de manta que oculta pero no libera de la corrupción, como decía Lutero, sino sobre el hombre liberado del pecado por virtud del sacramento de la penitencia, que puede comenzar y recomenzar cuantas veces sea necesario en un constante ejercicio de libertad, de conversión permanente porque, como decía San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

Decía Chesterton tras su conversión al catolicismo: “Cuando la gente me pregunta ‘¿por qué te uniste a la Iglesia de Roma?’, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: ‘Para librarme de mis pecados’. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo”.

O como dice Calogero en la película, de forma mucho más sencilla y directa, es fantástico ser católico e ir a confesarse, uno puede empezar de nuevo todas las semanas.

domingo, 31 de octubre de 2010

La justificación

El pasado 26 de octubre fue el aniversario del discurso sobre la justificación que Diego Laínez, teólogo español que llegaría a ser Prepósito General de la Compañía de Jesús, pronunció en el año 1546 ante el Concilio de Trento, lo que me ha recordado un artículo de Pérez-Reverte, citado por un lector en una entrada a este blog (“…no lo que es de Dios”), en el que se afirmaba que “…en el Concilio de Trento España se equivocó de camino: mientras la Europa moderna apostaba por un Dios práctico, emprendedor, aquí fuimos rehenes de otro Dios reaccionario y siniestro…”; y si ya entonces comentaba lo extraño de tales conceptos, para un creyente, y me preguntaba qué dios era ese y para quién era práctico, parece interesante – al hilo de dicho aniversario - examinar alguno de los temas tratados en dicho Concilio para valorar tal afirmación.

Lo cierto es que, en una primera aproximación, podemos comprender el rechazo de quienes rechazan dogmáticamente los dogmas, y desearían la vuelta de la Iglesia a sus orígenes, que sitúan en las catacumbas, o lamentan la ineficacia de santa guillotina, porque el Concilio de Trento (1545 -1563), supuso un tratamiento preciso de los puntos más controvertidos del dogma católico, y la culminación de un proceso de reforma que, iniciado en el siglo XV, alcanzó por este medio forma oficial, completa y definitiva, permitiendo la más completa renovación de la Iglesia.

Pero hay algunos puntos tratados en el Concilio cuya relevancia va más allá de lo estrictamente teológico, y cuyo rechazo absoluto – que supone la correlativa aceptación de la mal llamada “Reforma” – puede llegar a sorprender.

Sorprende, en primer lugar, que se ataque el Concilio de Trento frente al “Dios práctico, emprendedor” de la Europa moderna (¿deberemos excluir a Francia – que se adhirió al Concilio - de la modernidad?), cuando en él se defendió la independencia y separación de la Iglesia respecto del Estado, al rechazar la intromisión de príncipes y reyes en asuntos eclesiásticos, y al fijar la doctrina del Sacramento del Orden, frente a Lutero que, necesitado del apoyo de los príncipes alemanes para su causa, les atribuyó toda la jurisdicción temporal y religiosa, además de todos los bienes eclesiásticos; frente a Enrique VIII que igualmente, aunque por razones distintas (la negativa de Clemente VII a anular su matrimonio con Catalina de Aragón), se constituyó en cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra; o frente a Calvino que, en sentido completamente contrario, impuso un régimen teocrático sometiendo el poder civil al religioso.

Pero, sobre todo, sorprende esa visión del Concilio Tridentino como algo represor y contrario a la libertad humana, cuando en realidad significó todo lo contrario.

Uno de los puntos dogmáticos tratados en el Concilio fue el problema de la justificación, es decir, de la acción salvadora de Dios y de la relación y el papel que juegan la gracia divina y la libertad humana en esa salvación; no se trataba de una cuestión baladí, ni de un problema teologal sin trascendencia para la humanidad porque, ciertamente, aquellos hombres debatían acerca de Dios, pero también del hombre, de su libertad y su dignidad, y las posiciones eran encontradas.

Lutero afirmaba que el hombre tiene una naturaleza corrompida, y que no existe la libertad humana, que es una palabra sin contenido, porque el hombre solo puede pecar; a partir de ahí afirmó que la justificación de los hombres se verifica solo por la fe, por la aplicación e imputación de los méritos de Cristo, que es una aplicación extrínseca de esos méritos y no una renovación del hombre, que queda tan corrompido como antes y, por consiguiente,  las obras – buenas o malas - del hombre no sirven para nada.  Calvino, por su parte, aunque admitía la utilidad de las buenas obras – por la relajación de costumbres que supuso el luteranismo – afirmaba y proclamaba como doctrina la doble predestinación, a la gloria y a la condenación, pues todo lo que sucede, sucede por absoluta necesidad sin que el hombre pueda hacer nada por evitarlo.

Frente a dichas concepciones, es difícil encontrar afirmaciones más tajantes y contundentes de la libertad y dignidad del hombre que las que se recogen en el Concilio de Trento, que salva el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío, y la unidad moral del género humano.

Así, a título de ejemplo, en el Decreto de la Justificación se afirma que (Cap. IX) no se puede decir… que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; y advierte (Cap. XII) contra la presunción de creer temerariamente su propia predestinación… como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; y declara excomulgado a quien afirme que (Can. IV) el hombre no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo se ha como sujeto pasivo, o de quien dijere (Can. V) que el libre albedrío del hombre está perdido y extinguido después del pecado de Adán; o que es cosa de solo nombre, o más bien nombre sin objeto, y en fin ficción introducida por el demonio en la Iglesia; o de quien afirme (Can. XX) que el hombre justificado, por perfecto que sea, no está obligado a observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino sólo a creer; como si el Evangelio fuese una mera y absoluta promesa de la salvación eterna.

A la vista de tales declaraciones parece difícil sostener que el Dios reaccionario y siniestro fuese precisamente el católico. Creo que lo verdaderamente reaccionario es que los príncipes se creyeran elegidos directamente por Dios para asumir todo el poder temporal y espiritual, y libres de ataduras morales porque, al fin y al cabo, no podían disentir, aunque quieran ,y no estaban obligados a observar los mandamientos sino sólo a creer para su propia justificación; y lo verdaderamente siniestro fueron los “escuadrones de la virtud” de la comuna (de bienes y de mujeres) anabaptista de Münster, o de la dictadura presbiteriana calvinista de Ginebra.

Y es posible que alguien pueda creer que la confiscación de los bienes de la Iglesia por Enrique VIII fue algo inspirado por ese dios práctico y emprendedor, y no por la avaricia y el afán de poder, pero lo cierto es que terminaron en manos de la oligarquía dominante, que acumuló así más del cincuenta por ciento de la tierra y de los medios de producción, reduciendo a la condición de proletarios, mediante la aplicación estricta e inmisericorde del principio de la competencia, a una vasta cantidad de población hasta entonces propietaria de sus casas y tierras, o arrendataria de las órdenes religiosas en condiciones mucho más benévolas, dando origen al capitalismo, contra cuyos salvajes excesos nació el comunismo.

No, no creo que el Dios reaccionario y siniestro fuese precisamente el católico, que afirmó con tal firmeza la libertad del hombre, y es posible que el otro fuese un dios práctico y emprendedor, pero¿para quién?

martes, 12 de octubre de 2010

¿Hubo un tiempo?



Hubo un tiempo, allá en el corazón de las tinieblas, en que algunas sociedades sintieron el impulso de recurrir a demonios y espíritus infernales para solventar sus problemas más prácticos y cotidianos, en el convencimiento de que eran más cercanos que sus primitivos dioses, que atenderían mejor sus peticiones. No era una conducta inocente. Conocían la condición de los espíritus que invocaban, como demuestran las representaciones artísticas que de ellos hicieron, intentando en la medida de sus posibilidades reflejar toda su fealdad, repugnancia y vileza, y como demuestran los sacrificios humanos, que incluía a veces  el canibalismo ritual de las víctimas, con que los adoraban y con los que pretendían ganar su favor o aplacar su ira; y si practicaban tan sangrientos rituales no era porque pensaran que no era malo hacerlo, sino precisamente porque sabían que era horrible y, para ser dignos de los demonios cuya ayuda invocaban, necesitaban literalmente hartarse de horrores.

Así lo recoge Bernal Díaz del Castillo en su “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España”, cuando relata “…que a muchos de ellos les ponían plumajes en las cabezas y con unos como aventadores les hacían bailar delante de Huichilobos, y desque habían bailado, luego les ponían de espaldas en unas piedras, algo delgadas, que tenían hechas para sacrificar, y con unos navajones de pedernal los aserraban por los pechos y les sacaban los corazones bullendo y se los ofrecían a sus ídolos que allí presentes tenían, y los cuerpos débanles con los pies por las gradas abajo; y estaban aguardando abajo otros indios carniceros, que les cortaban brazos y pies, y las caras desollaban …y se comían las carnes con chilmole…”; y no se trataba de un comportamiento aislado porque ya antes ha descrito los adoratorios de Cocotlan, que tenían “puestos tantos rimeros de calavernas de muertos, que se podían contar, según el concierto como estaban puestas, que al parece ser serían más de cien mill…”, o como hallaron “…en este pueblo de Tascala casas de madera hechas de redes y llenas de indios e indias que tenían dentro encarcelados y a cebo hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar… y dende adelante en todos los pueblos que entrábamos lo primero que mandaba nuestro capitán era quebralles las tales cárceles y echar fuera a los prisioneros, y comúnmente en todas las tierras los tenían.”

Es historia, sí, pero no debemos creer que es sólo algo del pasado, propio de sociedades primitivas y poco desarrolladas - no lo eran ni mayas ni aztecas, como tampoco lo fueron fenicios, cartagineses ni cananitas en las riberas del Mediterráneo – y el sentimiento y la certeza revolucionarios de la igualdad esencial de todos los seres humanos, la idea de que todo ser humano es sagrado e intocable, y de que ningún poder puede disponer de su vida o de su dignidad, que es el fundamento ético de la libertad y de la democracia tal como la conocemos, deben ser defendidas hoy como entonces, cuando nació y se propagó; porque es posible que ya no se llamen Huichilobos o Moloch, y es posible que ya no se utilicen navajones de pedernal (el progreso tecnológico es innegable), pero hay otros ídolos – los mismos demonios con otros ropajes, para disimular el espanto que podrían causar - que exigen su tributo, y hay quienes están dispuestos a organizar la sociedad para que se satisfaga.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Caminos paralelos

A raíz de una noticia sobre el aborto (ABC 27/08/2010) que afectaba al Instituto Borja de Bioética (Universidad Ramón Llull), algunos nos hemos enterado de que ese mismo Instituto hizo una declaración en enero de 2005 ofreciendo las conclusiones de un Grupo de Trabajo sobre la Eutanasia que llevaba por titulo “Hacia una posible despenalización de la Eutanasia”.

En dicho trabajo se distinguía entre “despenalización” [dar a una conducta, hasta el momento castigada penalmente, la categoría de acto permitido por la ley bajo determinadas condiciones y requisitos que, si se incumplen, será igualmente castigado; ordinariamente no implica el reconocimiento de un derecho exigible por el ciudadano, aunque si ejercitable, y tampoco corresponde a una conducta normalizada socialmente sino excepcional] y “legalización”  [dar a una conducta, hasta el momento castigada penalmente la categoría de acto permitido por la ley, a todos los efectos, sin condicionantes ni requisitos; implica el reconocimiento de un derecho exigible por el ciudadano incluso ante los tribunales, y corresponde a una conducta normalizada socialmente] para concluir su reflexión pidiendo, no la legalización indiscriminada de la eutanasia, pero sí su “despenalización en determinados supuestos que representen una inevitable tensión conflictiva entre valores equiparables a la vida misma y que pongan en evidencia la posibilidad o la necesidad de no prolongarla innecesariamente.”

Partiendo de que dicho Instituto se refiere a la eutanasia propiamente dicha, y no a la distanasia o encarnizamiento terapéutico, nos podemos preguntar si esa propuesta de despenalización es inocua.

A este respecto puede ser oportuno traer a colación un extremo de la argumentación del Dictamen del Consejo de Estado de 17/09/2009 sobre el anteproyecto de Ley Orgánica de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo; y es aquel que parte de la afirmación de la STC 53/1985 de que “el legislador, que ha de tener siempre la razonable exigibilidad de una conducta y la proporcionalidad de la pena en caso de incumplimiento, puede también renunciar a la sanción penal de la conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable.” – argumento que sirvió para despenalizar el aborto en determinados supuestos límite –, para afirmar que “…en un régimen de libertad general (Constitución, art. 1.1) parece lógico concluir que la ausencia de una prohibición equivale a un ámbito de libertad de lícito ejercicio. No se trata – dice – de reconocer un derecho específico sino de un lícito hacer en el caso de la interrupción voluntaria del embarazo, como en cualquier otro aspecto de la conducta humana no prohibido por la ley.”

Podemos observar sin dificultad la evolución, jurídica y social, desde la despenalización de una conducta calificada de “excepcional” hasta una “normalización social ” que lleva a su consideración como un ámbito de libertad de lícito ejercicio que implica, de facto, el reconocimiento de un derecho (subjetivo), es decir, en la facultad / potestad de un sujeto – la madre - de exigir a otros sujetos – Administración y profesionales sanitarios – la eliminación de un tercer sujeto, el hijo que lleva en sus entrañas, porque existe el derecho, exigible, a la prestación sanitaria consistente en tal eliminación.

Y podemos observar, también sin dificultad, el paralelismo de la propuesta de despenalización de la eutanasia realizada por el Instituto Borja de Bioética con la que en su momento se realizó para despenalizar el aborto; ese mismo fue el camino seguido para la instauración del derecho a abortar a que me referí en el anterior artículo de este blog, un camino en el que ya se demostró la inutilidad de la distinción entre “despenalizar” y “legalizar” salvo para impulsar su aceptación social.

No se trata, evidentemente, de que el Código Penal sea la solución – como ya apuntábamos en los comentarios a la anterior entrada en relación con el aborto - , porque las causas y las soluciones son más complejas y más profundas, y atañen al mismo concepto que se tenga de la persona, pero tampoco se puede obviar el papel regulador de la convivencia que las leyes cumplen en un Estado de Derecho, ni se puede obviar que cuando se declara una ley como conveniente se postula un criterio social de comportamiento, y que hay una legitimación social implícita en la despenalización.

Ya hemos andado ese camino con el aborto, y la cuestión es , ¿volveremos a hacerlo con la eutanasia?

martes, 13 de julio de 2010

No ministra, no.



El pasado 5 de julio entró en vigor la Ley Orgánica 2/2010 de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, más conocida como ley del aborto que, no cabe duda, es un salto cualitativo respecto a la situación anterior.

La posibilidad de abortar legalmente se introdujo en España a través de la Ley Orgánica 9/1985, que acogió en nuestro ordenamiento normativo punitivo (art. 417-Bis del Código Penal) el criterio de descriminalización parcial del aborto en los supuestos que expresamente contemplaba (grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la madre, violación, y graves taras físicas o psíquicas del feto), justificados, según la STC 53/1985, de 11 abril, por suponer graves conflictos de características singulares entre los derechos de la madre y los del nasciturus; ninguno de esos derechos era absoluto ni podía prevalecer incondicionalmente frente a los del otro, por lo que era necesario ponderar los bienes y derechos en cada caso, tratando de armonizarlos cuando fuese posible, y fijando las condiciones y requisitos en que podría admitirse la prevalencia de uno de ellos en caso contrario. No reconoce por tanto ningún derecho a abortar sino que, partiendo de que el aborto es siempre un mal, por cuanto implica acabar con la vida del nasciturus, un ser humano ajeno a la madre, declara su licitud en unos supuestos límite que llevan al Estado a renunciar a la sanción penal, por no ser razonablemente exigible otra conducta y representar una carga insoportable para la mujer.

La nueva Ley, por el contrario, sí que establece la prevalencia absoluta e incondicional de los derechos de una de las partes en conflicto, la madre, al reconocer en su exposición de motivos, con fundamento en la autonomía personal de la mujer, lo que llama el derecho a la maternidad libremente decidida que implica, entre otras cosas, que las mujeres puedan tomar la decisión inicial sobre su embarazo[eufemismo que utiliza para referirse al “derecho a abortar”] y al garantizar – ¡qué exquisitez jurídica la del Consejo de Estado al proponer la eliminación del termino “Se reconoce” que aparecía en el Anteproyecto, por ser un término característico de los derechos fundamentales! – en su artículo 12 el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo, bastando para ello - artículo 14- la simple petición de la embarazada durante las primeras catorce semanas.

Podríamos afirmar por tanto, con base en el art. 15 CE [“Todos tienen derecho a la vida…”], y en la citada STC 53/85 que la Ley del aborto es inconstitucional, y que deberían prosperar los recursos presentados, pero no creo que podamos esperar nada del Tribunal Constitucional. No es por desconfiar de las instituciones, pero consta en el diario de sesiones que, sometida a votación la redacción del art. 15 CE – sobre si el derecho a la vida había que referirlo a “todos”, como finalmente recoge el texto constitucional, o a “todas las personas” como se proponía porque quienes defendían posiciones pro-abortistas - , el señor Peces-Barba Martínez, del PSOE, pronunció estas significativas palabras: “… se ha introducido de contrabando un debate, que es debate sobre el aborto, que no queda resuelto, y desengáñense sus señorías, todos saben que el problema del derecho es el problema de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación. Y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, la «persona» impide una ley de aborto., y lo contrario también, claro.

Como decía el jurista y filósofo turinés Norberto Bobbio – nada sospechoso de simpatía hacía el catolicismo -“Hay tres derechos. El primero, el del concebido, es fundamental. Los demás, el de la mujer y el de la sociedad, son derivados. Además, y para mí es el punto central, el derecho de la mujer y el de la sociedad, que son de ordinario adoptados para justificar el aborto, pueden ser satisfechos sin recurrir al aborto, es decir, evitando la concepción. Una vez ocurrida la concepción, el derecho del concebido solamente puede ser satisfecho dejándolo nacer… Me sorprende que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de decir que no se debe matar.”

No ministra, no. El derecho al aborto no es opinable, y lo digo en el mismo sentido que me permite afirmar que la esclavitud, la trata de blancas, el tráfico de órganos o la compraventa de niños no son opinables, aun cuando también son “realidades” y aun cuando también de su regulación legal se deducirían indudables beneficios para las víctimas, fuesen esclavos, mujeres, “donantes” o niños.

Y, sí ministra, sí. Uds. – con el silencio cómplice de una sociedad utilitarista que, en las condiciones adecuadas, no dudaría en aceptar la regulación de esas otras “realidades” – han creado ese derecho a abortar, con el objetivo declarado – ¡qué cinismo el del legislador! - “de garantizar y proteger adecuadamente los derechos e intereses en presencia, de la mujer y de la vida prenatal.”

No se tutelan los derechos de la vida prenatal permitiendo su libre eliminación por la simple voluntad de la madre, sin mayores requisitos ni condiciones, y todos rendiremos cuentas de nuestras acciones, pero también de nuestros silencios y omisiones, por lo que, sin duda, será considerado como uno de los episodios más deleznables de la Historia de la humanidad. 

miércoles, 9 de junio de 2010

. . . no lo que es de Dios.

(Es continuación de la anterior entrada.)

El problema es que, como decía Francois de Chateubriand [Memorias de Ultratumba], en relación con la persecución del Cristianismo por la Revolución Francesa, y su sustitución por una religión civil: “…no por ello vayáis a pensar que conservaríais las nociones superiores de justicia, las ideas verdaderas sobre la naturaleza humana y los progresos de todo género que el Cristianismo ha traído a la sociedad: su dogma es la garantía de la moral; esta moral no tardaría en verse asfixiada  por las pasiones no gobernadas por el freno de la fe. … ¿Queréis convertiros en chinos o volver a ser romanos, chochear como un viejo pueblo vestido con ropas gastadas o retroceder hasta la civilización antigua? Si elegís esto último, necesario será restablecer las dos bases del edificio pagano, la servidumbre y la tiranía, sólo sus formas cambiarán. Con el tiempo revivirán los espectáculos obligados de esta sociedad, la prostitución teatral, los gladiadores, los aurigas de circo, al antojo de los pretorianos que guardarán con la artillería el redil de estos nuevos esclavos llamados proletarios y la casa dorada de los Nerones Constitucionales. El Cristianismo es la apreciación más filosófica y racional de Dios y del hombre, pues encierra las tres grandes leyes del universo, la ley divina, la ley moral y la ley política; la ley divina, unidad de Dios en tres esencias, la ley moral que es caridad; la ley política, que es libertad.”

El texto es muy rico, y sería muy interesante, por ejemplo, identificar los espectáculos obligados de esta sociedad, pero me interesa destacar aquí que, lo que Chateubriand constata, como testigo de las revoluciones francesa y americana, del Imperio y la Restauración, y viajero por medio mundo, es que solo en el ámbito cultural del Cristianismo han sido posibles la Ilustración y esas nociones superiores sobre la naturaleza humana, libertad, justicia e igualdad que la Ilustración y la Revolución Francesa proclamaban, al tiempo que intentaban eliminar la raíz de la que procedían.

Y es que, somos herederos de una cultura impregnada del espíritu cristiano, y a veces no somos conscientes de que el Cristianismo supuso la introducción en la historia de una novedad que le distingue de todas las civilizaciones antiguas (con la excepción de la filosofía griega y del derecho romano anterior al principado, que mostraban una tendencia semejante), y es la independencia del poder político y del orden legal respecto de la religión, de modo que el poder político deja de ser representante de fuerzas o divinidades superiores y, de otro lado, la religión cristiana reconoce que las cosas temporales, la política y las instituciones jurídicas de la ciudad terrena responden a una lógica interna , autónoma e independiente de la religión.

Se trata de una concepción revolucionaria que, no solo está en contradicción con esa visión instrumental de la religión, la del Imperio Romano reivindicada por Gibbon, o la que lleva a Rousseau a confesar su admiración por la forma de difuminar lo sagrado y lo temporal del Islam frente a la dualidad, intrínseca del cristianismo, entre poder espiritual y secular, sino que incide directamente en los conceptos de libertad personal y del Estado moderno, tal y como los entendemos

Y es que -  como señala el filósofo español Fernando Inciarte - el proceso teórico que conduce a la idea de Estado moderno comienza con una radicalización de la idea de libertad que se encuentra en San Agustín y después en Santo Tomás, que es el concepto de libertad como autodeterminación - el hombre como dueño y señor (y responsable) de sus actos, por ser criatura e imagen de Dios -, y de la idea de que el gobernante no obra sino como representante del pueblo en una delegación que no es definitiva y que, en ciertos casos, el pueblo puede recuperar (aunque esto es específico del catolicismo) puesto que, como afirmaba la escuela española de derecho natural del siglo XVII, siendo cierto que el poder viene de Dios no lo es el  que Dios haya elegido a quién adjudicárselo porque, escribe Suárez - De Legibus - “Eso es algo que pertenece al pueblo de esa comunidad.”

No se trata, ni muchísimo menos, de reivindicar la alianza entre el trono y el altar propia de la Restauración, de la que fue exponente Chateubriand, porque la sana laicidad – la laicidad correctamente entendida, que no tiene nada que ver con el laicismo militante - es un valor a defender de nuestra civilización, pero sí de recordar a quien detenta el  poder, que no le pertenece y que tendrá que rendir cuentas, ahora y después, y que existe un ámbito – fe, moral, conciencia… - que como Cesar no nos puede exigir ni imponer porque, como decía Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, aunque referido al honor, “… es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios.”

jueves, 3 de junio de 2010

Al Cesar lo que es del Cesar...

La falta de puntualidad y ciertas libertades de algunos invitados hizo que, en una celebración, tuviéramos que sentarnos con un grupo de gente desconocida que, finalmente, resultó agradable y de fácil conversación. No se perdió el buen tono ni cuando uno de los comensales, después de sostener que el problema del aborto es que se pagara con dinero público, decidió explicarnos las bondades de la razón ilustrada y la libertad nacidas de la Revolución Francesa – lo que, por sí solo, puede ser una declaración ideológica - frente al oscurantismo religioso de los siglos anteriores y al ansia de poder de una Iglesia (Católica) que identificó con “los curas, que siempre han querido el poder.”

El debate era inevitable, como es de suponer.

Lo cierto es que los filósofos de la Ilustración estaban muy interesados por la formación y la función social de la religión y, con un enfoque utilitarista, recogieron los diversos aspectos de los cultos que servían para integrar a los pueblos conquistados y mantener aquietados a los estamentos inferiores, utilizando como modelo la antigüedad clásica,  y en particular Roma, a la que consideraban modelo de tolerancia. Así, por ejemplo, el historiador británico Edward Gibbon, en su “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano”, afirma que “Las diversas formas de culto que prevalecían en el mundo romano eran consideradas todas ellas tan verdaderas por el pueblo como falsas por el filósofo y útiles por el magistrado. Y así la tolerancia no solo producía indulgencia mutua sino incluso concordia religiosa.”

Y esa es, precisamente, la razón de que el Cristianismo fuese la única religión perseguida en el Imperio Romano y la causa del violento rechazo que suscitó en sus autoridades civiles, que invocaron los poderes extraordinarios en defensa del orden público, y más tarde edictos específicos (los romanos eran muy cuidadosos en las formas jurídicas), para perseguir, torturar y matar a los cristianos que no renegaban de su fe; el Cristianismo no solo no era útil para los magistrados, sino que contrarrestaba el absolutismo de los emperadores romanos impidiendo el paso a cualquier intento de divinización del gobernante civil.

Esa es también la razón de que la praxis política de esa concepción de la religión por la Revolución Francesa se tradujera, en la reedición de las persecuciones del Imperio Romano contra el Cristianismo, con el mismo objetivo declarado de exterminarlo para que pudiera nacer el hombre nuevo; en la transformación de la Revolución en una especie de religión civil, con sus ritos y celebraciones, sus mártires, sus misioneros, y hasta un catecismo revolucionario; y se tradujo en que, en nombre de conceptos como la libertad, la justicia y la igualdad – como recientemente se ha vuelto a afirmar para justificar la asignatura de Educación para la Ciudadanía – se negara el derecho de las personas a tener opiniones y creencias individuales que pudieran estar en contradicción con el ideal revolucionario encarnado en el Estado, con las consecuencias a que ya nos referimos en la anterior entrada, “L´Ami du peuple.”

El problema es que, como decía Francois de Chateubriand [Memorias de Ultratumba]….  

miércoles, 12 de mayo de 2010

L´Ami du peuple

Me comenta un amigo acerca del último libro de Arturo Pérez-Reverte, en el que unos asesinatos en serie sirven de hilo conductor a otras historias que se entrecruzan en la ciudad de Cádiz, durante el asedio de las tropas de Napoleón, que no está mal, que mantiene la tensión y el interés hasta el final, pero que le terminan aburriendo las reflexiones de los personajes.

Coincido en general con dicha apreciación, pero hay que reconocer que a veces no solo son necesarias para explicar las motivaciones de los personajes, sino muy instructivas; y es lo que ocurre con Gregorio Fumagal, “...hombre de lecturas extranjeras y comprometidas …,opina que España perdió la ocasión de una guillotina en el momento adecuado: un río de sangre que limpiase, acorde con las leyes universales, los establos pestilentes de esta tierra inculta y desgraciada, siempre sujeta a curas fanáticos, aristócratas corruptos y reyes degenerados e incapaces. Pero también cree que es posible abrir las ventanas para que lleguen el aire y la luz. Esa oportunidad está a media legua de distancia, al otro lado de la bahía; en las águilas imperiales…”, del ejército napoleónico, para el que actúa como espía.

Por ese río de sangre purificadora clamaba Marat, diputado jacobino en la Convención, en su periódico L´Ami du peuple”, denunciando a los enemigos ocultos del pueblo para que fueran ejecutados; y si en septiembre de 1790 afirmaba que habría sido mejor ejecutar en julio de 1789 a quinientos enemigos del pueblo para que no fuese necesario ejecutar a diez mil, en otoño de 1791 consideraba necesario matar de doscientas mil a trescientas mil personas para salvar la Revolución. Y un río de sangre fue el que corrió en 1792 en las cárceles parisinas cuando miles de “sospechosos” por no jurar fidelidad a la Ley y a la Nación (fundamentalmente del clero  pero también de otros sectores de la población) fueron matados a cuchilladas por los sans-culottes parisinos, primero para aliviar las cárceles atestadas, y después ante el temor de que fueran una quinta columna del ejercito prusiano que amenazaba Verdún.

Nuestro personaje, Gregorio Fumagal, se habría emocionado ante el mensaje de año nuevo a la Convención de Fouché, justificando el aplastamiento de la Vendeé y departamentos limítrofes como una misión difícil y dolorosa en la que solo un amor ardiente a la patria podía servir de consuelo y recompensa… al hombre que prescindiendo de su propia sensibilidad, pensando, viviendo y actuando solo en el pueblo,… no ve nada más que la república que surgirá en la posteridad sobre las tumbas de los conspiradores; tal vez incluso, llevado por ese amor al pueblo, se habría alistado en alguna de las cuatro columnas revolucionarias que durante meses la recorrieron entregando los pueblos a las llamas, y matando a cuantos habitantes se cruzaban. Miles y miles de ellos, sin distinción de sexo o edad, fueron inmolados en el altar de la Revolución, utilizando la guillotina, los fusilamientos masivos, a bayonetazos si faltaban balas, o incluso cañones cargados de metralla para abreviar el trámite.

Esa es la razón de que cuando Alexander Solzhenitsyn [autor de “Archipiélago Gulag”] se exilió de la URSS y se estableció en Francia, su primer acto fue realizar una peregrinación a la Vendeé, para sorpresa de las autoridades galas, pues aquella fue la primera ocasión en que un Estado laicista y anticlerical se embarcó en un programa de asesinato en masa, anticipando muchos horrores del siglo XX.


No se trata, en absoluto, de poner en duda la necesaria laicidad del Estado, ni la legítima autonomía del orden democrático, que no solo puede sino que debe estar alejado de cualquier especie de clericalismo. De lo que se trata es de poner de manifiesto el totalitarismo que destilan algunas ideologías surgidas de la Revolución Francesa que, para ayudar a los hombres a liberarse del yugo impuesto por el “poder decadente del oscurantismo que niega la supremacía de la razón–J.L. Mazón dixit -, no vacilan en despojarles de la vida a fin de conducir a la humanidad, a lo que queda de ella después de que corra ese río de sangre, a un nuevo paraíso en la tierra, un paraíso construido sobre la fe en el progreso, la libertad y la razón convertidas en un nuevo género de religión a la que hay que rendir culto.

lunes, 26 de abril de 2010

Demagogia versus Democracia


“Ponte una corona, haz una libación a la estupidez y ataca a tu rival denodadamente" [Demóstenes]

Constata Aristóteles en su “Política” la existencia de múltiples regímenes políticos, la admisión general de los principios de igualdad y justicia, y las diferentes concepciones sobre como se han de llevar a la práctica esos principios; a partir de ahí examina los diferentes regímenes en relación a su estabilidad y respeto a los principios de igualdad y justicia, cuales son la causa de las sublevaciones, sea contra el régimen o contra quienes lo administran, y la forma de salvarlos.

Pues bien, entre las causas de las revueltas, cita el engreimiento y el afán de lucro y de dominio, y también el miedo, pues “por miedo se rebelan quienes han cometido daño, teniendo que pagar su pena, y los que van a sufrirlo, queriendo salirle al paso antes de recibirlo, igual que en Rodas se coaligaron los más notables contra el pueblo, por los juicios que se iban a llevar contra ellos.”, actuando los agitadores políticos “…unas veces con la violencia y otras veces con el engaño: con la violencia, forzando el cambio inmediatamente, desde el principio o más tarde; y en cuanto al engaño, también es doble. Pues a veces, embaucando a los ciudadanos, primero les hacen cambiar el régimen de buen grado y luego les someten por la fuerza en contra de su voluntad...”. Y advierte del peligro que para la estabilidad de una democracia supone “…la falta de escrúpulos de los demagogos…Pues unas veces, por agradar al pueblo, perjudicando a los principales favorecen su unión, repartiendo sus fortunas o sus ingresos mediante los impuestos, y otras levantando calumnias para poder confiscar las propiedades de los ricos…aspirando a la tiranía … contando con el respaldo del pueblo, y ese respaldo era su odio contra los ricos.”, señalando que ”…los aspirantes con su demagogia llegan hasta el extremo de decir que el pueblo es señor incluso de las leyes.”, lo que se refiere tanto a su elaboración como a su aplicación.

Es una enseñanza sencilla, plenamente actual, que conviene no olvidar porque están en juego la democracia y la libertad. Y es que nuestra sociedad es más poblada y compleja que la de Aristóteles, pero la actuación, métodos y motivaciones de agitadores y demagogos siguen siendo sustancialmente iguales, y no es difícil reconocer la soberbia, o el afán de dominio o lucro, o el miedo incluso, detrás de quienes “en la idea de que son desiguales tratan de destacar más, pues el “más” supone desigualdad” y, amparándose en “razones” territoriales, lingüísticas o históricas, e incluso de “legitimidad” política y/o ideológica, agitan a las masas – incluso desde parcelas del poder - justificando la insumisión frente a leyes, o frente a los tribunales que han de aplicarlas.

Dice también Aristóteles que “…si tenemos aquello por lo que se corrompen los sistemas políticos, tenemos aquellos también por lo que se salvan…”, que son los principios contrarios, y por ello afirma que ante todo “…hay que vigilar que no se infrinjan las leyes y sobre todo cuidar lo de escasa importancia, pues la ilegalidad se introduce subrepticiamente...”

No importa que hayan pasado 24 siglos. Hoy como entonces es necesaria una “razonable sensibilidad a la verdad” [al menos, como decía Habermas] para la elaboración de las leyes, que procure la justicia y que evite su utilización como instrumento de poder para imponer las propias concepciones (una manifestación muy actual es el constructivismo jurídico-sociológico) o intereses; y sobre todo hay que evitar que nadie pueda erigirse en “señor de las leyes”, garantizando su aplicación por tribunales independientes, a todos sin excepción, como garantía de supervivencia de una auténtica democracia.

domingo, 18 de abril de 2010

"La vida de los otros", y la razón de Estado

Hay un dialogo en la película “La vida de los otros”  que refleja la conclusión a la que llegábamos la semana pasada, cuando advertíamos del peligro de determinadas concepciones filosóficas y políticas que, bajo el pretexto de la defensa del bien o de la libertad, terminan legitimando el ejercicio totalitario del poder. Se desarrolla entre dos miembros de la Stasi, la policía secreta de la extinta República Democrática Alemana, cuando el general Grumich desvela el trasfondo de la misión al capitán Wiesler:

“Estamos ayudando a un miembro del Comité a deshacerse de uno de sus rivales; no hace falta que te explique lo que significaría esta clase de información para mi carrera, y para la tuya, si averiguamos algo.” – dice Grumich – “¿Para eso ingresamos?” - contesta Wiesler – “¿Recuerdas nuestro juramento?..., ser escudo y espada del Partido.”, a lo que dice Grumich, con un cinismo revelador,“¿Qué es el partido sino sus miembros?, y cuanto más influyentes mucho mejor.”

Y es que, ya sea en un régimen comunista como el de la extinta RDA, o en un régimen democrático con una actividad política y legislativa basada en el “relativismo estricto” y, por tanto, en la simple consecución de la mayoría aritmética necesaria para imponer la propia concepción de partido, identificada con el interés público, lo único que cuenta al final, cuando no existe al menos lo que Habermas llamaba una “razonable sensibilidad a la verdad”, es el interés de los más fuertes, de los que detentan el poder.

Es el mismo principio que justificó que personas tan alejadas como un sumo sacerdote judío y un procurador romano, coincidieran en fundamentar la razón política de su decisión al margen de la verdad, para salvaguardar un bien que consideraban superior [“…conviene que uno muera por el pueblo”, dijo Caifás; mejor contentar a la muchedumbre y no enemistarme con el Cesar, pensó Pilato]. El mismo principio que veinte siglos más tarde, en un salto cualitativo que lleva a desposeer a las víctimas de su condición de personas [“¡Vamos a refrescarle la memoria prisionero 227!”, dice el capitán Wiesler], sirvió para aniquilar a judíos, kulaks o tutsis, y para eliminar a disidentes o a sospechosos de disidencia. El mismo principio que bajo la coartada de la libertad y hasta de la salud pública, autoriza la creación y la destrucción utilitarista de otros seres humanos, como son los concebidos y no nacidos.

Es una película interesante. Hay personajes que son destruidos física o psicológicamente, que perecen aplastados por el sistema, otros que revelan la miseria de sus intereses, cierta violencia opresiva casi siempre implícita, y dos cortas escenas de sexo que, con su intencionada grosería, expresan muy bien la debacle moral de quienes participan. Pero es también un canto a la esperanza. A pesar de la opresión brutal de un partido todopoderoso que, con todos los medios a su alcance, intenta controlar las vidas, cuerpos mentes y conciencias de todo un pueblo, es posible la resistencia, y hay incluso quienes, desde dentro del sistema, no dudan en afrontar el riesgo de defender la verdad cuando la descubren a través de la vida de los otros, los que no son del partido.  

domingo, 11 de abril de 2010

La verdad..., ¿qué es la verdad?



“Pilato entró de nuevo en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” ….  Jesús contestó: “Tu lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad, escucha mi voz.” Pilato le dijo: “¿Qué es la verdad?” [Juan 18,33-38]”

Hans Kelsen, autor de la teoría pura del derecho y representante del positivismo jurídico, hace una interesante interpretación de este pasaje. Afirma Kelsen que Pilato, al condenar a Cristo, actuó como un perfecto demócrata. En el interrogatorio, Jesús le habló de "la verdad", y cuando el procurador pregunta “¿Qué es la verdad?" no es en realidad una pregunta, sino que expresa el necesario escepticismo del político, que no puede andar haciendo averiguaciones religiosas, filosóficas o morales para gobernar porque, o no existe la verdad, o no viene al caso. Pilato buscará, pues, la única respuesta posible en la multitud que tiene delante para que la causa se resuelva por votación popular, y de ahí la consulta: "¿Y qué he de hacer con Jesús?" (Mateo 27, 23). Como el perfecto demócrata no sabe lo que es justo que sea la mayoría quien lo decida: "¡Crucifícalo, crucifícalo!", y lo crucifica.

No se trata de una extravagancia teórica, sino de una concepción muy actual que podemos descubrir detrás de una parte muy sensible de la actividad legislativa de los últimos años. Es el positivismo jurídico, una teoría que dice que el Derecho se funda exclusivamente en la voluntad del hombre, y que considera los conceptos de justicia, moral o derecho natural como sospechosamente metafísicos, intolerantes y ajenos al Derecho, que es justo por el simple hecho de emanar del Estado; una teoría que es consecuencia obligada del relativismo, concepción filosófica que parte de la inexistencia de la verdad, o de la incapacidad para conocerla, y que se nos presenta y erige hoy como la verdadera garantía de la libertad y fundamento de la democracia.

La cuestión es que hay dos aspectos del relato evangélico que son omitidos por Kelsen:

- Que Pilato sí ha sido capaz de reconocer la verdad, que en ese momento se concreta en que Jesús es inocente, como lo demuestra el hecho de que intenta salvarle repetidamente y “buscaba como soltarlo” (Juan 19,12), acude a un recurso absurdo como la flagelación para intentar despertar la piedad o al menos la conformidad del pueblo con ese castigo, y termina lavándose las manos diciendo “Soy inocente de esta sangre; vosotros veréis” (Mateo 27,24)].

- Que, como observa Heinrich Schlier – citado por Joseph Ratzinger [“Verdad, valores, poder”] – Jesús reconoce el poder judicial del Estado, representado por Pilato, pero también indica un limite cuando le dice que no le viene de sí mismo, sino “de lo alto”, y ese poder queda viciado cuando Pilato deja de percibirlo como administración fiduciaria de un orden más alto que pende de la verdad, entiende el poder como puro poder y lo utiliza en beneficio propio – el dialogo con su mujer, Claudia, en la película es muy expresivo - permitiendo la muerte por crucifixión de Jesús.

Y ese el problema y el peligro de una actividad política y legislativa basada en un “relativismo estricto”, la propensión al totalitarismo de una concepción, que se nos presentaba como garantía de libertad y fundamento de la democracia, pero que encierra en sí misma un profundo dogmatismo, porque está tan segura de sí que debe ser impuesta incluso por la fuerza a quienes no lo comparten; una concepción que puede terminar legitimando cualquier cosa porque, en última instancia, lo único que cuenta es el poder y el interés del más fuerte, cuya libertad es al fin y a la postre la única que queda realmente garantizada.