viernes, 23 de diciembre de 2011

¡FELIZ NAVIDAD!

"Pues bien, el Señor, por su cuenta, os dará él mismo una señal. Mirad: la Virgen ha concebido y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" que significa Dios con nosotros" - Isaías, 7, 14 (767 - 700  a.C.) - "y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Juan 1,14).




Jesus refulsit omnium
Pius redemptor gentium
Totum genus fidelium

Laudes genus dramatum

Quem stella natum fulgida
Monstrat micans per authera
Magosque duxit praevia
Ipsius ad cunabula

Illi cadentes parvulum
Pannis adorant obsitum
Verum fatentur ut Deum
Munus freundo mysticum.

(Primer villancico conocido
Sant'Ilario de Poitiers. 368 d.C.)

¡FELIZ NAVIDAD!

viernes, 2 de diciembre de 2011

Democracia, libertad y objeción de conciencia






El pasado 31 de octubre se cumplió el 11º aniversario de la proclamación por Juan Pablo II de Sto. Tomás Moro como patrón de los políticos y gobernantes, y parece ésta una buena ocasión para tratar acerca del derecho a la objeción de conciencia como garantía de la libertad individual en los regímenes democráticos, y su problemática.

Existe hoy la convicción generalizada de que la democracia no es un sistema perfecto pero es el mejor de los sistemas posibles, el único que consigue la distribución y el control del poder, ofreciendo la mejor garantía contra la arbitrariedad y la opresión, y el mejor aval de la libertad y del respeto a los derechos humanos. Tal vez podría discutirse si el sistema actual, “partidocrático”, sin separación nítida entre poder legislativo y ejecutivo, ni poder judicial independiente, y en el que los partidos aparecen como órganos del Estado financiados por el erario público, con privilegios que no tienen los particulares y concesionarios del monopolio estatal de la acción política, garantiza ese control, pero ese es otro tema, o tal vez no, porque cuando un sistema político con esas taras coincide con determinadas ideologías, los efectos negativos para la libertad suelen multiplicarse, como los problemas para el ejercicio de la objeción de conciencia.

Libertad y contenido. Ideologías.

Es un tema complejo porque, por un lado, el respeto a la libertad del individuo aparece como el más alto fin al que el hombre puede aspirar, y que un régimen democrático debe proteger, y por otro, esa libertad solo puede subsistir en un orden de libertades orientado al bien común y al justo orden público; una libertad individual sin medida ni contenido se anula a sí misma y se convierte en violencia contra los demás, y ese contenido viene determinado por los conceptos de lo justo y lo bueno. El problema es, claro, determinar qué es lo justo y lo bueno, y simplificando un poco se puede decir que hay dos posiciones enfrentadas, de un lado la tesis según la cual hay una verdad ética objetiva, anterior y superior a las instituciones democráticas, que no es el simple producto de la mayoría, sino que la precede e ilumina, y de otro la posición relativista radical que quiere apartar completamente de la política, por considerarlos perjudiciales para la libertad, los conceptos de bien y de verdad, concibe la democracia como un simple entramado de reglas que permite la formación de mayorías y la transmisión y alternancia del poder, y considera que el derecho solo se puede entender de forma puramente política, es decir, justo es lo que los órganos competentes disponen que es justo, es el positivismo jurídico al que ya me referí en otra ocasión.

El concepto moderno de democracia parece estar unido hoy de forma indisoluble al relativismo, que se presenta como garantía de la libertad: no queremos que el Estado nos imponga su idea de lo justo y lo bueno, y a todos no parece razonable que así sea, pero [Joseph Ratzinger, “Verdad, valores, poder”] “¿No se ha construido la democracia en última instancia para garantizar los derechos humanos, que son inviolables?…Los derechos humanos no están sometidos al mandamiento del pluralismo y la tolerancia sino que son el contenido de la tolerancia y la libertad…Eso significa que un núcleo de verdad – a saber, de verdad ética – parece ser irrenunciable precisamente para la democracia.”; detrás del relativismo radical, como apuntaba la Conferencia Episcopal Española en la Instrucción Pastoral “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, “se esconde un peligroso germen de pragmatismo maquiavélico y de autoritarismo. Si las instituciones democráticas, formadas por hombres y mujeres que actúan según sus criterios personales, pudieran llegar a ser el referente último de la conciencia de los ciudadanos, no cabría la crítica ni la resistencia moral a las decisiones de los parlamentos y de los gobiernos. En definitiva, el bien y el mal, la conciencia personal y la colectiva quedarían determinadas por las decisiones de unas pocas personas, por los intereses de los grupos que en cada momento ejercieran el poder real, político y económico.”

En el mismo sentido, pero desde la necesaria laicidad del Estado, apunta Martin Rhonhemimer [“Cristianismo y Laicidad”] el riesgo de un laicismo integrista puesto que “…En la medida en que a esa normativa política se le reconoce como normativa moral inapelable se viene abajo la diferencia entre legalidad y legitimidad y se vuelve moralmente legítimo lo que está legal y procedimentalmente justificado…Esta concepción de la laicidad coincide en parte con el viejo mito proto-totalitario de la “volunté générale” creado por Rousseau, según el cual la mayoría siempre tiene razón y la posición minoritaria es errónea y moralmente ilegítima…Desde luego - afirma Rhonhemimer - nadie niega que el principio de legalidad y la corrección procedimental sean valores también morales, porque ciertamente lo son. La cuestión estriba exactamente en que a ese principio y a esa corrección  no se les debe otorgar la categoría de absolutos. Siempre pueden ser aventajados por consideraciones morales de orden superior…”, que pueden existir y deben poder existir como fundamento de una sociedad abierta, laica y democrática.    

Conciencia individual y colectiva. Objeción de conciencia.

Pues bien, es precisamente en este tipo de sociedad, abierta, laica, democrática, compleja, a veces multicultural, y en el que coexisten tan diferentes concepciones sobre lo que eso deba significar, en el que se plantea el problema del reconocimiento, por una lado, de la libertad de conciencia, que es individual, y la existencia, por otro, de una conciencia colectiva, unas creencias compartidas y actitudes morales predominantes que, en ocasiones, se plasma en leyes y reglamentos con vocación de general y obligado cumplimiento; dichas normas suponen una imposición de la colectividad sobre el individuo, limitando su libertad, precisamente porque persiguen el bien común y el justo orden público, o lo que como tal ha sido definido por los órganos competentes, y la objeción de conciencia es la negativa o resistencia a cumplir ese mandato o norma jurídica cuando entra en conflicto con las propias convicciones.

La objeción de conciencia es tan antigua como la compulsión del poder a invadir todos los ámbitos de la vida: Sócrates se suicidó bebiendo “tosigo” (un preparado de cicuta) en cumplimiento de la condena a muerte, acusado de impío por haber situado a su conciencia por encima de la Polis (la Ciudad-Estado); Antígona se ahorcó para no ser enterrada viva en una tumba excavada en la roca, pena impuesta por obedecer a su conciencia y a los dioses, y desobedecido al rey Creonte, enterrando a su hermano Polinices; los mártires cristianos se enfrentaron a terribles torturas y a la muerte por oponerse a leyes que les obligaban a rendir culto al Cesar, la religión de Estado; y Santo Tomás Moro murió decapitado por negarse a reconocer el divorcio que Enrique VIII pretendía por su propia autoridad, dado que el Papa había denegado la nulidad, y rehusar jurar la supremacía del rey y del Parlamento con respecto al Papa.

Las cosas han cambiado y hoy, aunque sigue siendo conflictiva, al menos formalmente se reconoce como un derecho primario, natural, previo a su reconocimiento legal, y que por eso mismo no debe ser conculcado por la Ley, el respeto a la libertad de cada ciudadano para vivir conforme a sus convicciones morales, filosóficas o religiosas, y por eso no es extraño que la posibilidad de objetar – un signo de salud democrática y una auténtica llamada de atención ante eventuales excesos legales - figure entre las garantías jurídicas reconocidas por algunas constituciones occidentales, y que el Art. 10 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, después de reconocer que “1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión.” reconozca “2… el derecho a la objeción de conciencia de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio.”

Pero tras ese reconocimiento formal surgen problemas de orden práctico, que están hoy en la base de los conflictos en torno al reconocimiento efectivo del ejercicio de ese derecho: determinar en qué materias se puede o no ejercer ese derecho, porque es cierto que su reconocimiento indiscriminado afectaría a la misma supervivencia del Estado de Derecho, y cómo se puede garantizar desde el Estado.

A este respecto podemos señalar que hay dos doctrinas, que no son necesariamente alternativas en el sentido de que pueden ser aplicadas en el mismo contexto institucional, a diferentes cuestiones, o grupos de cuestiones, y que tratan de dar respuesta a esos problemas: a) La doctrina del coto vedado, según la cual hay materias que atañen  a la ética y a las “formas de vida”, al dominio de lo moralmente sensible, sobre las cuales las mayorías, incluso amplias y reforzadas, no pueden válidamente producir normas imperativas que impongan a los individuos deberes de hacer o de no hacer, aun cuando esos límites al poder legislativo no sean explícitos en las cartas constitucionales, siendo competencia del tribunal constitucional garantizar, en última instancia, el respeto a tales límites por los legisladores; y b) la doctrina de la objeción de conciencia liberal, para la que las mayorías políticas sí pueden producir normas imperativas en esas materias, respetando ciertas condiciones procedimentales, sin embargo, si el contenido de una ley moralmente sensible es el reflejo de un particular punto de vista moral la ley debe contener disposiciones que permitan la objeción de conciencia a los que no la comparten, y si no las contiene, la posibilidad de objetar debe no obstante ser garantizada a través de una interpretación constitucionalmente adecuada de sus disposiciones, o a través de disposiciones aditivas del tribunal constitucional.

Como es fácil de suponer, el éxito de estas garantías es difícil y precario, - Pierluigi Chiassoni -“porque depende básicamente de dos factores, por un lado de la actitud cultural de los operadores jurídicos, y por otro de un poderoso trabajo de elaboración doctrinal y jurisprudencial concerniente a la determinación de las materias específicamente protegidas por el principio de libertad de conciencia.”, y ni la una ni la otra están, a veces, a la altura de lo que tan solemnemente proclaman las Constituciones.

La objeción de conciencia en España.

En España la única regulación explícita de la objeción de conciencia se refiere al servicio militar por la razón evidente de que cuando se promulgó la Constitución en 1978 no existían ni la ley del aborto ni los problemas de conciencia relacionados con la bioética, y la objeción fiscal a pagar impuestos destinados a actividades militares, a trabajar en días festivos para la propia religión, a recibir determinados tratamientos médicos, o a expedir determinados medicamentos, eran cuestiones sin clara trascendencia práctica.

Es a partir de los años 80 cuando estallan esos problemas, como consecuencia de cierta incontinencia legal en el ejercicio del poder desde determinadas concepciones ideológicas, que dan origen a un choque entre la norma legal que impone un hacer y la norma ética o moral que se opone a esa actuación, y se expanden de modo masivo los conflictos de conciencia contra ley; es entonces cuando el Tribunal Constitucional, aunque sin mantener una postura constante, interviene en ejercicio de esa función de garante de los derechos fundamentales y reconoce (SSTC 15/1982 de 23 de abril y 53/1985 de 11 de abril) que la objeción de conciencia es un verdadero derecho constitucional, esté o no regulado en leyes positivas, porque forma parte del derecho constitucional a la libertad ideológica y religiosa  reconocido en el art.16 CE, y por tanto no requiere de un desarrollo legal para ser directamente aplicable.

No está todo tan claro sin embargo, y queda mucho por hacer, y si bien es cierto que hoy no se va a condenar a nadie a morir bebiendo cicuta, emparedado en la roca o decapitado - nuestra sensibilidad occidental reniega de ese tipo de manifestaciones violentas, al menos con las personas “visibles” - el “poder” dispone de otros muchos medios, y los utiliza, para imponer determinadas convicciones en materias “moralmente sensibles”, forzando la libertad y la conciencia de quienes no las comparten, como se ha podido comprobar cuando se ha querido hacer efectivo el ejercicio de este derecho en ámbitos como la Justicia , la MedicinaFarmacia, o la Educación, y a ello no es ajeno un régimen con las taras propias de una  “partidocracia” a que ya nos hemos referido.

Creo que merece la pena recordar en este punto las palabras de Gregorio Peces Barba a propósito del debate constitucional sobre el art. 15 CE [“Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral”], que han quedado recogidas en el diario de sesiones para la Historia: “desengáñense sus señorías, todos saben que el problema del derecho es el problema de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación. Y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, la «persona» impide una ley de aborto.”, y lo  contrario también, por supuesto.

Lo dicho, queda todavía mucho camino por recorrer. Que Sto. Tomás Moro ilumine a nuestros políticos y gobernantes.


viernes, 28 de octubre de 2011

Carta de Teófilo a Lucrecio


Reproduzco en este post una carta que conservo en el archivo, cuya publicación, creo, no puede molestar a quienes en ella intervinieron, puesto que utilizaron un seudónimo, y tal vez pudiera servir de algo a alguien, como tal vez pudo servir a quién en su momento la recibió.
  
"Mi querido amigo, Lucrecio:

Recibo como siempre con agrado tu carta, y más el tema que propones como objeto de reflexión al hacer tuya aquella pregunta, “¿Qué justicia es aquella en la que muere el justo y se salva el culpable?”, que nos remite a los conceptos de justicia humana y divina, y a la esperanza de los hombres.

Es, ciertamente, un tema profundo sobre el que han hablado y escrito muchos sabios a los que, es cierto, unos ya no recuerdan, otros no conocen, (¡qué grave responsabilidad la nuestra!) y otros, por ser la fe performativa y no simplemente informativa, rechazan conocer.

Pero en este momento quiero llamar tu atención sobre la afirmación de que voy “pregonando con voz firme el mensaje de la fe que me ha sido dada, redonda y sin fisuras.”, que creo merecen alguna matización.

Es muy cierto que la fe me ha sido dada, pero no a todos ocurre como a San Pablo, cuando iba camino de Damasco, que cayó derribado al suelo – no se sabe si de un caballo, que sobre eso las Escrituras no dicen nada – por la fuerza de lo que se le reveló,  siendo más habitual que no sea posible referirse a un acontecimiento concreto, sino a un cúmulo de ellos, desgranados a lo largo del tiempo y sin aparente conexión que, de repente, percibes ajenos al azar, y que descubren en medio del páramo el contorno de un camino que te sientes impulsado a seguir.

Y una vez en el camino la vocación cristiana no deviene en un estado, fruto de la llamada inicial a la que nos remitimos después como algo pasado, sino que es una llamada permanente que se manifiesta, constantemente, en muchas llamadas o apelaciones a la conciencia personal a través de múltiples acontecimientos de la vida cotidiana, que requieren un constante ejercicio de libertad, un ejercicio de conversión permanente porque, como decía San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

No amigo mío, no es un estado, sino un camino que requiere hacerse niño de nuevo y revivir diariamente en la propia existencia el papel del hijo pródigo, y a veces ¡horror!, rechazar el papel del hermano, un constante volver hacia la casa del Padre mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida. Un camino que merece la pena, y te invito a seguir.

No olvido el tema propuesto, que espero poder abordar en su momento.

Con un abrazo, se despide

Teófilo"

domingo, 25 de septiembre de 2011

Un camino que no debemos recorrer

“La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”,  rezaba el cartel colocado en una de las acampadas del 15M, y  no se qué pretendía decir quien lo colocó en el contexto de ese movimiento, pero la frase corresponde a una reflexión del doctor Urbino Daza, personaje de la novela “El amor en los tiempos del cólera” (García Márquez), acerca del ritmo, más lento o más rápido, al que puede progresar la humanidad, concluyendo que podría avanzar más rápido sin el estorbo de los ancianos; y eso me recuerda la advertencia de Ikonnikov, personaje de la novela Vida y destino [Vassili Grossman], de que cuando se sostiene el discurso del progreso benéfico de la humanidad, "los niños y los viejos perecen, la sangre corre a raudales".

Me ha venido a la cabeza a raíz de la muerte el pasado 6 de septiembre de Ramona Estévez, una anciana en estado de coma, fallecida catorce días después de que a petición de su hijo, y por indicación de la Junta de Andalucía en cumplimiento de la ley andaluza de “muerte digna”, se le retirara la sonda nasogástrica con la que se le procuraba alimento e hidratación para que pudiera – dicen - morir “dignamente”, sin sufrimientos añadidos; y es que todos podemos entender el sufrimiento de los allegados a una persona en ese estado, pero ni la decisión ni su justificación son aceptables.

Parece claro que llegado el momento de la muerte el protagonista de este trance debe afrontarlo en las condiciones más llevaderas posibles, desde el punto de vista del dolor físico y del sufrimiento moral, pero el concepto de “muerte digna” es utilizado tanto por quienes promueven la aceptación social, despenalización y legitimación jurídica de la eutanasia como por quienes se oponen, por lo que, dado que los primeros suelen proponerla como alternativa a la distanasia, es necesario aclarar ambos conceptos.

Etimológicamente, eutanasia (del griego eu, bien, y thánatos, muerte) no significa otra cosa que buena muerte, lo que puede significar cosas completamente distintas, pero hoy se entiende por eutanasia el llamado “homicidio por compasión”, es decir, cuando una persona causa la muerte a otra por piedad ante su sufrimiento, por considerar que su vida carece de una calidad mínima para que merezca el calificativo de digna, o atendiendo a su deseo de morir por la razón que fuere, ya sea mediante un acto positivo, ya sea mediante la omisión de la atención y cuidados debidos. La distanasia (del griego dis, mal y thánatos, muerte), más conocida como ensañamiento u obstinación terapéutica, son intervenciones médicas, no adecuadas ya para la situación del enfermo, que pretenden retrasar su muerte, todo lo posible, por todos los medios, proporcionados o no, aunque impliquen infligir al moribundo sufrimientos añadidos a los que ya padece, y que no lograrán evitar una muerte inevitable, sino solo aplazarla.

El ensañamiento u obstinación terapéutica es, efectivamente, inaceptable, y no puede obligarse a nadie, ni nadie puede sentirse obligado a aceptar esos medios extraordinarios o desproporcionados, pero ni la limitación del esfuerzo terapéutico ni las medidas encaminadas a aliviar o suprimir el dolor, aunque puedan tener como efecto secundario el acortamiento de la vida, se pueden confundir con la eutanasia, como se hace por quienes la defienden, porque no son ni una forma de suicidio ni una forma de dar muerte, sino la aceptación de la condición humana y el ejercicio del derecho a morir con toda serenidad y dignidad humana, y cristiana en su caso. La diferencia entre dejadme ir y matadme, dejadle ir y dadle muerte, según quien sea el peticionario, es sustancial, y es la misma que hay entre una muerte digna, renunciando al encarnizamiento terapéutico, y un homicidio, aunque sea legal y por razón de una mal entendida compasión.

Ahora bien, la limitación del esfuerzo terapéutico no incluye la privación de la atención y cuidados debidos hasta que se produzca la muerte, como es procurar alimento e hidratación, que no es sino una medida de mantenimiento básica para cualquier persona, sana o enferma, siendo indiferente que se administre mediante sonda, un medio utilizado diariamente no solo con grandes discapacitados, sino con miles enfermos de todo tipo, y por eso no creo que sea una “muerte digna” la causada a una persona provocando el colapso de su organismo por falta de alimento e hidratación. Y es posible que haya quien piense que su muerte de esa forma es imputable de alguna manera a quienes se oponen a la eutanasia activa, porque de estar permitida se habría podido acabar con su vida en un instante, pero eso sería un razonamiento erróneo, si parte de la idea, falsa, de que la eutanasia es la alternativa al ensañamiento terapéutico, cuando no malévola si, pensando que el progreso de la humanidad no puede detenerse ante una injusticia concreta, pretendiera utilizar el sufrimiento provocado de esa forma para causar el horror y promover la aceptación social y legal de la eutanasia.

La eutanasia, que ya se practicó en sociedades primitivas, por razones de supervivencia tribal, en la antigua Grecia y en el Imperio Romano, y más recientemente en la Alemania nazi, que impulsó un amplio programa para la eliminación de discapacitados físicos y mentales con el argumento – tan actual - de que no llevaban una vida “digna”, se presenta ahora como una decisión subjetiva, algo que pertenece en exclusiva al ámbito de la autonomía del sujeto y que solo a él corresponde valorar moralmente; pero no es así, y no solo porque quienes la promueven piden su reconocimiento como un derecho exigible, en determinadas condiciones, de la sanidad pública, lo que implicará la participación forzosa en su muerte de otras personas, singularmente familiares y personal sanitario, sino porque el ser humano se encuentra en ocasiones en situaciones de vulnerabilidad en las que debe ser defendido frente a terceros e incluso frente a sus propias decisiones, como ocurre por ejemplo, y todos entendemos, cuando se trata de la venta de órganos: el que entra en el mercado de órganos no lo hace libremente, sino acuciado por una necesidad económica que lo sitúa en una posición de vulnerabilidad, y por eso el Estado prohíbe el tráfico de órganos, porque la dignidad humana, la prohibición de cosificarnos a nosotros mismos, prima sobre la libertad.

Pero es que, además, el reconocimiento social y legal de la eutanasia tiene graves consecuencias para las personas y para el conjunto de la sociedad, como es la existencia de una presión moral institucionalizada sobre los ancianos, discapacitados, y sobre aquellos que en un momento determinado se puedan sentir como una carga para la sociedad o para sus familiares hasta el punto de sentirse en la obligación de acabar con la propia vida, siguiendo el ejemplo de otros más “generosos”, la generalización de la petición de muerte para otros por la devaluación del valor de la vida bajo la presión de criterios de calidad cada vez más estrictos, y la desconfianza en la familia y en las instituciones sanitarias por las decisiones que se puedan tomar por nosotros, porque es un hecho que los partidarios de la eutanasia dan con suma facilidad el paso de aceptar la petición voluntaria de un paciente para ser ayudado a morir, a ayudar a morir a quien, a su juicio, debería hacer tal petición dado su estado, aunque de hecho no lo solicite.

Es una camino que ya ha recorrido Holanda - un país que desde que lo autorizó en los 80 ha pasado de la eutanasia para enfermos terminales a la eutanasia para enfermos crónicos, de la eutanasia para enfermedades físicas a la eutanasia para enfermedades psicológicas como la depresión, de la eutanasia voluntaria a la mayoritariamente involuntaria, un país en el que los médicos sugieren la eutanasia a pacientes que no la habían solicitado, por padecer ceguera, diabetes, sida o artritis, y en el que la Sociedad Pediátrica ha publicado instrucciones sobre la eutanasia para bebés con enfermedades crónicas o retraso mental – y, sinceramente, no creo que sea un camino que debamos recorrer.

En una sociedad hedonista, en la que prevalece la tendencia a apreciar la vida en la medida en que pueda proporcionar placer y bienestar, el sufrimiento, propio o ajeno, aparece como una amenaza insoportable de la que es preciso liberarse o, dado el caso, liberar a otros; pero, como dice Benedicto XVI [Spe Salvi), “La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la com-pasión a que el sufrimiento sea  compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que llegue a ser también el mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor.”

Hay que aceptar el sufrimiento propio o ajeno como algo consustancial a la naturaleza humana, y recuperar el verdadero sentido de la “com-pasión” que significa padecer junto al que padece, no eliminarlo, haciendo propio el sufrimiento ajeno, por amor, protegiendo y ayudando a quien se encuentra en esa situación de vulnerabilidad, utilizando todos los medios de que dispone la medicina paliativa para aliviar de forma eficaz el dolor y otros síntomas molestos que pueda sufrir, y prestando una atención humana adecuada al paciente, y a su familia, de forma que pueda afrontar el trance de la muerte en las condiciones más llevaderas posibles, desde el punto de vista del dolor físico y del sufrimiento moral, y poder así tener una muerte digna.

La obstinación terapéutica es rechazable, sí, pero la eutanasia no es la opción.

jueves, 18 de agosto de 2011

Del homo sapiens al homo bonobo, un proceso de involución asistida.


Comentaba en una ocasión [Eduardo, Felipe y el mono] que el hombre no es el simple fruto de la evolución sino una revolución, un ser dotado inteligencia, conciencia y voluntad que le permiten gozar de una de las propiedades más altas de la naturaleza, la libertad, y que por eso no somos unos bichos como los demás; pero eso no significa que no podamos permitir, por acción u omisión, el embotamiento de esas potencias superiores para volver un estado en el que prime la satisfacción inmediata de los instintos básicos, y de entre ellos me voy a referir – por su relevancia - al sexual.

Hace unos días estaba leyendo, pese a la televisión encendida, y al alzar un momento la vista puede ver a un señor, apenas cubierto por una toalla, al que una señora empezaba a sobar, y cuando me estaba preguntando qué diablos pasaba y cómo era posible que a esa hora (sobre las 19,00), y sin advertencia previa, pudieran colocar semejante película, resultó ser el anuncio de un producto de limpieza. No es un caso anecdótico, aislado, y, aunque a veces nos pase ya casi desapercibido, lo cierto es que buena parte de la publicidad, de las series y programas de televisión, y también de las revistas, incluidas algunas de las llamadas “juveniles”, con el pretexto de un entretenimiento desinhibido e incluso con el más sórdido de “educar”, hacen de la incitación sexual un motivo recurrente. Recordé entonces que cuando buscaba la imagen de un mono para el artículo citado al comienzo, di con una especie, los monos bonobos, un grupo de primates con una actividad sexual, digamos, bastante intensa, que practican con independencia de la pertenencia o no al mismo grupo familiar, de la pareja, del sexo, o de la edad, que comprende todo tipo actividades, incluyendo su práctica solitaria o en grupo y su uso como forma de pago – indistintamente por machos o hembras - a cambio de comida, y tuve de nuevo la impresión de que hay quienes pretenden que “avancemos” hacia una sociedad parecida, y no es casual que sea así.

Hay un proceso de hipersexualización de la sociedad en el que bajo la premisa “liberal” de que en el sexo todo está permitido siempre que la otra parte consienta, y el complementario etiquetado de quienes se oponen a esa banalización de la sexualidad como casposos reaccionarios enemigos del progreso de la humanidad, se multiplican hasta la saturación los mensajes libidinosos promoviendo una sexualidad libre de cortapisas, que degrada al hombre convirtiéndole en un “salido” deseoso de practicar cuanto acaba de ver, y siempre insatisfecho, porque la sexualidad humana es una fuerza arrasadora que exige diques antes de que se desborde y aspire a nuevas “fantasías” hasta entonces prohibidas que exciten los sentidos ya embotados.

No es un proceso inocente, no es casual esa permanente incitación a satisfacer el instinto sexual, y cuando un amigo decía en un blog que “Todas las herramientas para una alienación global han sido implementadas, desde las tecnológicas hasta las farmacológicas. Las grandes alegorías de la dictadura perfecta que nos anticiparan Aldous Huxley y George Orwell son una realidad muy próxima.", estaba en lo cierto, pero se olvidaba del sexo despersonalizado, pieza clave de esa nueva dictadura.

Decía Aldoux Huxley, en el prólogo de “Un Mundo Feliz”, que no hay ninguna razón para que los nuevos totalitarismos se parezcan a los antiguos, el Gobierno por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada (Holodomor), encarcelamientos y deportaciones en masa, no es solamente inhumano (a nadie hoy día – dice – le importa realmente ese hecho), es que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es una falta imperdonable. Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuera necesario ejercer coerción alguna porque amarían su servidumbre, y eso sólo puede lograrse como resultado de una revolución profunda, personal, en las mentes y los cuerpos humanos. Para llevar a cabo esa revolución relaciona una serie de descubrimientos e inventos, tecnológicos y farmacológicos, pero hay un elemento esencial en el que incide especialmente Huxley cuando afirma (en 1932) que “Ya hay algunas ciudades americanas en los que el número de divorcios iguala al de bodas. Dentro de pocos años, sin duda alguna, las licencias de matrimonio se expedirán como las licencias para perros, con validez sólo para un periodo de doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro o tener más de un animal a la vez. A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el dictador (a menos que necesite carne de cañón o familias con las cuales colonizar territorios desiertos o conquistados) hará bien en favorecer esa libertad. En colaboración con la libertad de soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.”

No, no hay nada inocente en esa permanente incitación a ir siempre un poco más allá, en esa confluencia de intereses políticos y económicos en aumentar la “libertad sexual”, y al igual que el “sexo elemental” era asignatura obligatoria en los primeros años de vida de los habitantes de ese “Mundo Feliz”, y complementariamente al bombardeo mediático citado, ¿no han ocurrido ya, no hace tanto, episodios lamentables a propósito de la asignatura de Educación para la Ciudadanía? ¿No se ha intentado en ocasiones enseñar, a niños y niñas, con folletos editados por consejerías de educación, como complacerse mejor, solos o mutuamente, o se les ha incitado a explorar con sus compañeros y compañeras de pupitre si preferían a tales efectos que fuera con un chico o una chica? Y como consecuencia de la objeción de conciencia y de la oposición de muchos padres a semejantes prácticas, ¿no se han incluido en la ley del aborto disposiciones sobre la educación afectivo sexual desde la perspectiva de genero, para así incluir esas enseñanzas en el ámbito de la “salud pública”, imposibilitar la objeción de conciencia y dejar sin efecto el derecho constitucional - art. 27.3 CE – de los padres a la formación religiosa y moral de sus hijos conforme a sus propias convicciones?

Dice Benedicto XVI (“Deus Caritas est”) que “Los antiguos griegos dieron el nombre eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano….Los griegos – análogamente a otras culturas – consideraban el eros  ante todo como un arrebato, como una “locura divina”  que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta… En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución “sagrada” que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina como comunión con la divinidad. A esta forma de religión que, como una fuerte tentación, contrasta con la fe en el único Dios, el Antiguo Testamento se opuso con máxima firmeza, combatiéndola como perversión de la religiosidad. No obstante en modo alguno rechazó con ello el eros como tal sino que declaró guerra a su desviación destructora,  puesto que la falsa divinización del eros que se produce en esos casos la priva de su dignidad divina y lo deshumaniza… Por eso el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre.”

El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; si el hombre pretende ser solo espíritu y rechaza la carne como si fuera solo una herencia animal, espíritu y cuerpo pierden su dignidad, pero si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera el cuerpo como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza porque el eros degradado a puro sexo se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender; el mismo hombre se transforma en mercancía [“Hablan de ella como si fuera un trozo de carne – Bernard rechinó los dientes -. La he probado, no la he probado, como un cordero. La rebajan a la categoría de cordero, ni más ni menos.” – dice Bernard, un inadaptado, en un pasaje de Un Mundo Feliz, sobre una chica, Lenina] al considerar el cuerpo y la sexualidad solamente como la parte material de su ser, para emplearla y explotarla de modo calculador, como algo puramente biológico, un instinto básico que debe ser satisfecho.

Sí, todas las herramientas para la alienación global están siendo implementadas, y entre ellas está el eros ebrio e indisciplinado, el sexo “libre” y despersonalizado que degrada y destruye la naturaleza del hombre que deja de ser lo que es para transformarse en otra cosa, en un proceso de transformación, que sería de involución, del homo sapiens al homo bonobo, de hombre libre a esclavo “feliz” de esa nueva dictadura. De cada uno de nosotros depende evitarlo.

sábado, 30 de julio de 2011

Eugenesia y distopía

Advertía en el artículo anterior de los peligros de concepciones éticas, frecuentemente unidas al principio hedonista de “la búsqueda de la felicidad”, como el materialismo, que cifra la plenitud de la vida humana en poseer cosas y en satisfacer nuestros deseos, el utilitarismo, que identifica moral y eficacia, y el consecuencialismo, o ética del resultado, para el que la moralidad de una acción depende de sus consecuencias, al margen de la acción en sí misma, es decir, que el fin justifica los medios.

Uno de esos peligros es la eugenesia, el intento de mejorar el patrimonio hereditario de la humanidad, una idea que aparece ya en Platón (República), pero que cobra auge a partir del siglo XIX cuando Sir Francis Galton, con base en la teoría de la evolución de Charles Darwin, defendió que la protección social a los más débiles y desfavorecidos impedía la selección natural responsable de su extinción, lo que se tradujo en políticas de fomento de matrimonios de personas sanas con características deseables, trabas a los portadores de enfermedades hereditarias, y esterilización forzosa de delincuentes, pobres o enfermos mentales. Dentro de esta dinámica de selección artificial se inserta el aborto por razones eugenésicas de aquellos fetos respecto de los que alguien determina que su vida no merece la pena ser vivida, y la satisfacción del deseo de hijos “perfectos” mediante la práctica de técnicas de reproducción asistida, que llevan a seleccionar cuidadosamente de entre los embriones que se producen artificialmente aquel que reúne las características deseadas antes de implantarlo a la madre, desechando el resto.

Hablar de eugenesia es hablar en mayor o menor medida de una distopía, es decir, una anti-utopía o utopía perversa, y eso es lo que plantea Gattaca, una película de 1997 (tal vez no sea casualidad que ese año la UNESCO redactara la “Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos”) que presenta un mundo distópico  en el que la realidad transcurre en términos opuestos a los de la sociedad ideal o utópica que parece existir; un mundo en el que los humanos son elegidos mediante mecanismos de control genético para asegurar que nacen con los mejores rasgos hereditarios de sus padres y en el que, aunque hay leyes que prohíben la discriminación, nadie se las toma en serio, y una base de datos es utilizada para identificar y clasificar a aquellos que han sido manipulados genéticamente, los llamados válidos, y aquellos que han nacido sin ningún tipo de manipulación anterior, los llamados no-válidos.

En una de las escenas cuenta la voz en off de Vincent, uno de los últimos niños concebidos de forma natural, que “Solían decir que un niño concebido por amor tenía una mayor probabilidad de ser feliz, ahora ya nadie lo dice. Nunca entenderé que fue lo que empujó a mi madre a poner su fe en manos de Dios en vez de en las de su genetistapertenecía a una nueva clase social ya no determinada por el status social o por el color de la piel, no, ahora es una ciencia la que automáticamente nos discrimina…”, y daba igual lo que hiciera, su único destino posible era limpiar retretes.

Su hermano, Anton, iba a nacer de una forma distinta:



Ya hemos dicho en alguna ocasión que desde un punto de vista científico no cabe la menor duda de que un embrión es un ser humano, por lo que cuando el “doctor” de la clínica de fertilización dice a los padres que “tras las exploración nos han quedado, como ven, dos chicos sanos y dos chicas muy sanas…” no es una forma de hablar, el ciclo vital de esos seres vivos de la especie humana producidos in vitro ya se ha iniciado, y solo terminará con su muerte, que en este caso se producirá más o menos inmediatamente para los descartados, una vez elegido el que va a ser implantado.

¿Ciencia ficción? Sí, pero en los años 70 ya se produjo en Estados Unidos un interesante ejemplo de discriminación genética en relación con la anemia falciforme, una enfermedad sin cura que impedía que los afectados pudieran realizar esfuerzos, por el grave riesgo de sufrir una insuficiencia respiratoria aguda que provocara su muerte repentina. El problema se hizo patente cuando el gobierno declaró obligatorio en varios estados realizar la prueba de detección a los recién nacidos y a los escolares, sin seguir un programa paralelo de orientación genética que pudiera ofrecer consejo a las familias afectadas, se empezó a confundir a los portadores con los enfermos, se llegó a sugerir que se marcara a los portadores para que no se mezclaran y no tuvieran hijos entre sí, las compañías de seguros comenzaron a negarse a asegurarlos si eran portadores del gen, y el mercado de trabajo comenzó a discriminar a enfermos y simples portadores.

No, no es ciencia ficción, o por lo menos no del todo, y si todavía no es posible científicamente conseguir el grado de manipulación que muestra la película, estamos a pocos pasos de conseguir “bebés a la carta”, con determinadas características, y se producen “bebés-medicinales” a partir de embriones modificados, cuyas implicaciones ya comenté en otra ocasión a propósito de la película “La decisión de Anne”.

No se trata de rechazar los avances ni el progreso científico, pero no puede ser a cualquier precio, el fin no justifica los medios, y una cosa es el tratamiento genético “correctivo” que no supone ninguna manipulación de la identidad del ser humano sino devolverle la plenitud recortada por un defecto genético, y otra la manipulación genética que no quiere devolver la salud perdida, sino introducir características extrañas mediante un patrón preconcebido - que tiene que ser diseñado por alguien - para “mejorar” la raza humana, o crear industrialmente seres humanos para usarlos instrumentalmente, aunque sea para sanar a otros seres humanos.

El problema es grave, porque se aúnan intereses económicos de la industria médica e intereses políticos de ideologías omnicomprensivas que hacen bandera del progreso de la humanidad para prometer la eliminación de enfermedades a las que somos muy sensibles, imponiendo determinados planteamientos en los momentos críticos del comienzo y del final de la vida de un ser humano.

Una bioética bien desarrollada y ampliamente difundida puede contribuir a evitar que ocurran más desaguisados y tragedias vinculadas al campo de la investigación humana, una bioética que si debe partir de las verdades biomédicas relacionadas con el tema en cuestión, porque no puede construirse de espaldas a la verdad científica, tampoco puede fundarse exclusivamente en ella, porque una técnica, en tanto que técnica será buena si es eficaz, si consigue de modo efectivo el fin que pretende, pero no aporta nada a la valoración ética del fin y de los medios empleados para conseguirlo, y las ciencias experimentales y, en este caso, la ciencia biomédica, no son la única fuente de verdad en el ámbito de la vida, ni pueden dar respuesta por si mismas a los interrogantes éticos que no pueden quedar reducidos a un problema de eficacia científico-técnica.

En definitiva hay límites, debe haberlos, no todo lo que se puede hacer se debe hacer, y debemos rechazar la tentación de reducir al ser humano a simple objeto de posesión o goce, de producirlos para el servicio o utilidad de otros seres humanos, de prescindir de la moralidad de los medios para sacrificarlo todo al fin último de nuestra “felicidad”.

viernes, 15 de julio de 2011

¿Todo por la "pasta"?



Se trata de una escena de la película “Una historia del Bronx” (ya utilicé otra en el artículo Empezar de nuevo), en la que Lorenzo (Robert de Niro), padre de Calogero, que quiere mantener a éste alejado de las mafias y que sea un ciudadano honrado, acaba de devolver a Sonny (el mafioso), una importante cantidad de dinero que el chico había ganado a base de propinas en su local; Calogero no lo entiende, se rebela y le dice a su padre que, como todos los obreros, es un “pringado”, a lo que su padre - un tipo con carácter, que sabe decir no al dinero fácil con el que le tienta la mafia, y que viene precisamente de enfrentarse, por su hijo, con el capo en su propio local - le dice algo que es toda una lección: “no hace falta valor para apretar un gatillo, pero si para madrugar cada día y vivir de tu trabajo, habría que ver a Sonny, entonces ya veríamos quien es más duro, el obrero es el auténtico tipo duro, tu padre es el tipo duro.”

Esta escena me vino a la cabeza la otra tarde cuando, sentado en una terraza disfrutando de un rato de conversación (y de una pinta de Guinnes), una pareja nos hizo – al estar en la mesa contigua y utilizar un tono de voz elevado - partícipes involuntarios de su conversación. Eran jóvenes, probablemente acababan de terminar el primer curso de carrera, y la chica argumentaba que la había elegido única y exclusivamente “por la pasta” que podía ganar cuando terminara, no reconocía ninguna otra razón válida para estudiar o trabajar, y cortaba en seco las objeciones que a duras penas intentaba esbozar su compañero afirmando tajantemente que, al final, todo se reducía a eso, a la “pasta”.

Se me pasó por la cabeza decirle que no sabía, en tal caso, qué hacía estudiando una carrera, y “aconsejarle” que, puesto que era mona, podía ser puta y ganar en muy poco tiempo una gran cantidad de “pasta”; pero me abstuve de hacer tal cosa porque, al fin y al cabo, era un tercero ajeno a la conversación, no creí que apreciaran el argumento, y tampoco me apetecía batirme.

No, no todo vale para ganar dinero, y si es cierto que los bienes y el dinero son naturalmente deseables y los desea cualquier persona sensata, también lo es que el dinero no confiere por si mismo ninguna dignidad a la persona, que no es indiferente la forma de ganarlo, y que el verdadero valor, como le dice Lorenzo a su hijo en esa estupenda escena, se necesita para madrugar cada día y vivir de tu trabajo. Lo otro – y no solo las pistolas - son concepciones que desprecian la peculiar dignidad de que está dotado el trabajo por el simple hecho de ser realizado por una persona, independientemente de su mayor o menor valor objetivo; por eso no se puede reducir a mero instrumento de producción, a simple fuerza-trabajo con un valor exclusivamente material, y por eso el trabajo es superior a cualquier otro medio de producción que, como el capital, siempre será instrumental. Uno de los frutos del trabajo será, por supuesto, el dinero, la remuneración justa por el trabajo realizado, pero el derecho fundamental y la obligación moral esencial de todo ser humano con respecto al prójimo, que es en primer lugar la propia familia pero también la sociedad a la que pertenece, es a trabajar.

Además, lo importante de los bienes y del dinero, como ocurre con cualquier instrumento, es el uso que se les dé, y por eso su exceso o no sirve de nada o puede perjudicar a quien lo posee, al contrario que los bienes relativos al alma que cuanto más abundantes tanto mejor; por eso ya comenté en una ocasión, a propósito de la crisis económica, como ya Aristóteles prevenía contra quienes creen que es preciso a todo trance aumentar hasta el infinito el dinero que poseen, y para conseguirlo se preocupan únicamente del cuidado de vivir, sin cuidarse de vivir como se debe, y como Benedicto XVI señalaba [“Caritas in Veritate”] que “La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza.” 

En “Los papeles póstumos del Club Pickwick” (Dickens) hay una historia que me viene al hilo, y es aquella en la que se relata el encuentro de Gabriel Grub (como Mr. Scrooge, pero pobre y sepulturero de profesión) con unos duendes que le muestran una serie de visiones, y cómo en ellas vio “que los hombres que trabajaban duro y ganaban su escaso pan con vidas de fatiga estaban alegres y contentos; y que aun para el más ignorante, el dulce rostro de la naturaleza era una fuente infalible de alegría y de goce. Vio que los que habían sido criados con delicadeza y educados con ternura, sabían estar alegres en las privaciones, superiores al sufrimiento que hubieran abrumado a muchos de contextura más ruda, porque llevaban en su interior los elementos de la felicidad, el contento y la paz. Vio que las mujeres, las criaturas de Dios más frágiles y tiernas, eran muchas veces superiores a la tristeza, la adversidad y la aflicción; y vio que era porque llevaban en el corazón un manantial inagotable de afecto y devoción. … y,  poniendo todo el bien del mundo contra todo el mal, llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, era una clase de mundo muy decente y respetable.”

Creo que esencialmente es así, pero también es cierto que se está imponiendo – y son como grietas en un polder - una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad; un materialismo que cifra la plenitud de vida humana en poseer cosas y satisfacer nuestros deseos; un utilitarismo que identifica la moral con la eficacia, elevando la economía a la categoría de único principio moral; y un consecuencialismo, o “ética del resultado” (Fernando Inciarte), que hace depender la moralidad de una acción, única y exclusivamente, de sus consecuencias previsibles, lo que implica que al olvidar la acción misma para atender solo a la consecuencia cualquier acción puede estar permitida siempre que la consecuencia sea positiva; y todo ello combinado con la falacia de “la búsqueda de la felicidad” entendida, no como lo que los hombres experimentan cuando dan con su fin, con aquello a lo que deben tender, sino desde un punto de vista hedonista, como el fin que los hombres deben buscar (que es la forma perfecta de no encontrarlo) y que justifica cualquier acción.

Las consecuencias son muy graves, y no solo desde el punto de vista económico y del trabajo, como estamos viendo con una crisis que nace directamente de esa concepción moral, sino también por lo que implica de despersonalización del hombre, que queda reducido a veces – y esto pasa casi desapercibido, porque va envuelto en el aura del progreso y de los avances técnicos – a un instrumento al servicio o en manos de otros hombres. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.

sábado, 18 de junio de 2011

Educación y libertad

Comentaba hace unos días Arcadi Espada en Twitter que “En Sol la mayoría de los indignados con la educación, después de largos y agotadores debates, ha optado por defender una “escuela pública, gratuita y laica”, protagonizando - en su opinión - un viaje circular al aprobar en la concentración aquello a favor de lo que, entre otras cosas, surgió la concentración.

No se si es así, lo del viaje circular, pero sí que la defensa de una “escuela pública, gratuita y laica”, no plantearía mayores problemas si no fuera por la confusión que suele acompañar a los conceptos de “publico” y “laico”, que conviene empezar por clarificar para saber de qué estamos hablando. 

Cuando alguien utiliza el término “enseñanza pública” suele referirse a la impartida en centros cuyo titular es una administración pública, frente a la que se imparte en centros cuya titularidad es privada, o bien a aquellos centros que, siendo de titularidad pública o privada concertados, se sostienen con fondos públicos, formando la denominada “red pública de enseñanza”, frente a los que se sostienen exclusivamente con recursos privados. Se trata, en realidad, de una terminología equívoca e ideológicamente no-neutral. Equívoca porque define la enseñanza en base a la propiedad del centro o a la procedencia de los fondos con los que se sostiene, total o parcialmente, cuando la enseñanza pertenece siempre a la esfera de lo público, por el simple hecho de que excede del ámbito de lo privado, por sus destinatarios y sus contenidos, esencialmente comunes, por su orientación al “pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” (art. 27.2 CE), y por estar ambas al servicio del bien común. Y no es neutral, porque quienes defienden la “escuela pública”, parten de la supremacía ética de lo público (que es lo solidario, lo progresista, lo que atiende al interés público y al bien común) sobre lo privado (que es, por el contrario, lo insolidario, lo conservador, lo que solo atiende al interés privado, al bien particular), para sentenciar la superioridad de la enseñanza pública sobre la privada en todos los órdenes.

En cuanto al término “laica” tampoco tendría mayor importancia si no fuera porque quienes defienden esa laicidad (un concepto cristiano que significa la separación de los órdenes temporal y trascendente, que lleva implícita la libertad de religión, y que es positiva porque significa que el Estado no interfiere, sino que respeta la libertad del individuo), suelen propugnar, en realidad, el laicismo, que implica una actitud activa y beligerante contra la religión, y la pretensión de eliminar de la vida social cualquier manifestación de carácter religioso, relegándolas al ámbito de lo privado y a la conciencia individual, obviando que estamos en un Estado aconfesional y que nuestra Constitución garantiza en su art. 16, como un derecho fundamental, la libertad ideológica, ideológica y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público.

El problema es, por tanto, que cuando se dice defender una “escuela pública, gratuita y laica” lo que suele suceder en realidad es que, partiendo de la confusión entre lo público y lo estatal, se está defendiendo un modelo en el que – conculcando el derecho constitucional a la libertad de enseñanza (art. 27.1 CE), y a la libertad de creación de centros docentes (art. 27.6 CE) -  se considera a la denominada enseñanza privada como un mal menor que hay que tolerar, siquiera sea para justificar el respeto a la Constitución y a la Carta de Derechos Fundamentales Unión Europea, “otorgándole” financiación pública - que está justificada, y es obligada, por la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica (art. 27.4 CE, y art. 14.2 de la Carta) y por los citados derechos fundamentales a la libertad de educación y de creación de centros - sólo en la medida en que presta una ayuda subsidiaria y circunstancial (invirtiendo los términos de la relación), en tanto no pueda ser impartida directamente por el Estado.

De hecho, esa orientación, claramente estatalista, es la que recogió la Ley 2/2006 Orgánica de Educación (LOE) actualmente vigente, al definir la educación como un “servicio público” con el que la sociedad debe colaborar (Preámbulo y art. 108.5 LOE), al margen del derecho que asiste a los padres, reconocido por los art. 27.3 CE y 14.3 de la Carta, de que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones religiosas, morales, filosóficas y también pedagógicas, y al margen de la obligación que tienen los poderes públicos de garantizar ese derecho.

Las manifestaciones de esa orientación son muy numerosas y basta con citar, a título de ejemplo, la dificultad para la elección de centro por la zonificación respecto del domicilio, la imposición de la asignatura de “Educación para la Ciudadanía”, o el acoso a la enseñanza diferenciada, una opción pedagógica utilizada en España por algunos centros de ideario Católico, que pretende eliminarse por el Gobierno, con el pretexto de que es discriminatoria, mediante la denominada Ley de Igualdad, actualmente en fase de proyecto, cuando lo exigible sería que la Administración ofertara esa posibilidad, como en otros países más avanzados, en los centros de su titularidad.
 
La enseñanza, tanto la que se imparte en los centros de los que es titular el poder público como en los centros de iniciativa civil o social (termino más apropiado que el de “privada”), pertenece a la esfera de lo público, esfera que sólo desde una posición totalitaria puede concebirse agotada por lo político o lo estatal; y debemos estar prevenidos contra la tendencia de las instituciones políticas a ampliar el ámbito de sus competencias a todos los órdenes de la vida, invadiendo ámbitos familiares o personales que corresponden a las decisiones de las familias y de los ciudadanos, con un intervencionismo injustificado y asfixiante, al concebir las leyes (Fernando Inciarte) “como medios al servicio del último fin político consistente en la conservación del Estado, considerado éste como la norma suprema de moralidad que hay que hacer y observar por  todos los medios.”

Por eso tiene plena vigencia el Preámbulo del Plan de Instrucción Pública de 1836 [su autor, Don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, luchó en la guerra de la independencia contra los franceses, de ideas liberales, fue condenado a muerte por Fernando VII por haber participado en el levantamiento de Riego, huyó a Londres de donde volvió a España en 1834, tras la muerte del rey] cuando afirmaba que “El pensamiento es de suyo lo más libre entre las facultades del hombre; y por lo mismo han tratado algunos gobiernos de esclavizarlo de mil modos; y como ningún medio hay más seguro para conseguirlo que el de apoderarse del origen de donde emana, es decir, de la educación, de aquí sus afanes por dirigirla siempre a su arbitrio, a fin de que los hombres salgan amoldados conforme conviene a sus miras e intereses. Mas si esto puede convenir a los gobiernos opresores, no es de manera alguna lo que exige el bien de la humanidad ni los progresos de la civilización.”

Es algo que nos conviene recordar, a todos, tengamos o no hijos en edad escolar, estemos o no directamente afectados, porque a todos nos afecta de una forma u otra esa concepción estatalista, omnicomprensiva, que pretende legislar y controlar todos los aspectos de nuestra vida; y conviene que lo recordemos aunque solo sea para que no tengamos que lamentar algún día, como en el poema de Martin Niemöller (atribuido a Bertolt Brecht), que “Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada".