Dice hoy en El Mundo Manuel
Hidalgo en su columna que “Hay signos que indican la contradictoria realidad
entre el alejamiento de los mandatos de la Iglesia Católica -incluso entre los
creyentes - y una religación respecto a la religión romana y sus avatares, pues
no es fácil prescindir de una promesa -el contrato de la fe- que tranquiliza a
la inmensa mayoría frágil, con la ilusión no borrada de una vida eterna, frente
al pavor de morir y desaparecer para siempre. Julián Barnes escribió en “Nada
que temer” que el ateísmo es un elitismo, ya que pocos pueden prescindir del
consuelo de un paraíso futuro y permanente que compense de los sinsabores de
una vida efímera…”
¿Que el ateismo es un “elitismo” solo apto para valientes que pueden prescindir de la
ilusión de una vida eterna, frente al “pavor de morir y desaparecer
para siempre”?, no, no puedo estar de
acuerdo porque, vamos a ver, ¿temor a qué puede sentir quien cree firmemente
que no hay nada tras la muerte, que ésta es la aniquilación total?
Decía Sócrates, tras ser condenado a muerte, en el discurso que
nos ha llegado a través de la apología de Platón (s. IV a.C.) que “La muerte
es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es
nada ni tiene sensación de nada, o
bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de
morada para el alma de este lugar aquí a otro lugar. Si es una ausencia de
sensación y un sueño como cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una
ganancia maravillosa. …Si, en efecto, la muerte es algo así,
digo que es una ganancia, pues la totalidad del tiempo no resulta ser más que
una sola noche.” ¿Cómo
sentir miedo de algo así? Si finalmente la muerte resultara ser la aniquilación
total, una vez acontecida no seriamos nada, luego nada podremos sentir y, por
tanto, nada podemos temer, porque
cuando ocurra no será más que esa sola noche. No, eso no requiere de ningún valor. Lo que
exige de verdad valor es creer en las consecuencias eternas de nuestros actos
aquí, en esta vida terrena.
Dice el columnista que pocos
pueden prescindir del consuelo de un paraíso futuro y permanente que
compense de los sinsabores de una vida efímera, pero ¿quién puede afirmar que tiene garantizado el fallo favorable
en el Juicio Final, que tiene garantizado un sitio en ese paraíso?
Efectivamente, para quienes profesamos la fe
cristiana existe la resurrección de la carne, y existe la justicia, y la
revocación del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho, y
por eso la fe en el Juicio Final es ante todo y sobre todo una esperanza, pero
una esperanza que exige una responsabilidad aquí y ahora, y a lo largo de toda
nuestra vida. Dios es justicia y crea justicia, y este es nuestro consuelo y
nuestra esperanza, y en su justicia está también la gracia, pero – Spe
Salvi. Benedicto
XVI – “Ambas – justicia y gracia – han
de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia.
No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo
que cuanto se ha hecho en esta tierra acabe por tener siempre igual valor.
Contra ese tipo de cielo y de gracia ha protestado con razón, por ejemplo,
Dostoëvskij en su novela Los Hermanos Karamazov. Al final los
malvados, en el banquete eterno, no se sentarán indistintamente a la mesa junto
a las víctimas, como si no hubiera pasado nada.” Lo que profesa la fe cristina es precisamente que “Al
morir cada hombre recibe en su alma inmortal su retribución eterna..” y que “todos los hombres comparecerán con
sus cuerpos en el día del juicio ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de
sus propias acciones” (CEC, p. 1051 y
1058), y asumir y profesar eso requiere valor, sabiendo que ser cristiano
significa seguir a Cristo y eso significa tomar la cruz y subir con Él al
Calvario, y que, como señalaba Santa Teresa, “Creer que
(el Señor) admite a Su amistad a gente regalada y sin trabajos es disparate.”
No, creo que no hay nada de elitista
en ser ateo, y por eso puedo decir, con
palabras de Benedicto XVI (Roma 9 enero 2012), que “Lo que me llena
de estupor no es la incredulidad sino la fe. Lo que me sorprende no es el ateo,
sino el cristiano.”