La escena precedente, que a mi me
parece impresionante, y que hay que ver porque podría ser por sí sola el post,
está extraída de la película “Sophie Scholl”, que es el nombre de una joven
miembro de un grupo de resistencia contra el nazismo en Munich, la Rosa Blanca, cuyo propósito era la caída del Tercer Reich, y
recoge el último interrogatorio, una vez que, ante las pruebas aplastantes en
su contra, tiene que admitir los hechos que se le imputan, y da razón del por
qué. El duelo dialéctico, el cruce de argumentos entre ambos personajes,
escapan al supuesto concreto y al contexto histórico en el que se produce, bajo
el régimen totalitario nacionalsocialista, y se proyecta a todos los tiempos y
regímenes, incluidas nuestras modernas democracias.
Es difícil escoger un tema de
entre todos los que tocan en esos minutos que dura la escena, pero hay varios
que me llaman la atención por su vigencia y actualidad, que están relacionados,
y a los que me refiero muy brevemente.
Por un lado la concepción de
la ley del oficial de policía nazi, como garante del orden establecido, al
margen de quién la dicte y de su moralidad intrínseca, una concepción que no difiere mucho de la
que sostienen hoy muchos de nuestros democráticos dirigentes, como se pudo comprobar en épocas recientes con
leyes sobre la educación, el aborto, o la investigación con células
embrionarias, entre otras, ahora arropadas bajo el paraguas de la mayoría
parlamentaria. Ya me he referido al positivismo en otras ocasiones, y al constructivismo
(quien quiera puede pinchar en sus etiquetas en este blog), y solo voy a
insistir en el peligro de concebir las leyes como medios al servicio del último
fin político consistente en la conservación del Estado, considerado éste como
la norma suprema de moralidad que hay que hacer y observar por todos los medios; una concepción que
siempre ha fracasado en sus intentos de aumentar la virtud y la felicidad por
vía del Estado y ha surtido el efecto contrario, aumentando el dolor y
debilitando o aniquilando las reservas morales de los individuos. Como señala
Habermas, la legitimidad de una carta constitucional como presupuesto de la
legalidad dimana de dos fuentes, de la participación política igualitaria de
todos los ciudadanos y de la forma
razonable con la que se resuelven los contrastes políticos; y respecto a esta
“forma razonable”, afirma, no puede limitarse a una lucha por conseguir
mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como “procedimiento
argumental sensible a la verdad”, por difícil que pueda parecer en un mundo en
el que la alergia al concepto de “verdad” y el relativismo se esgrimen como
garantía de la democracia.
Por otro lado el odio de raza,
que no plantea hoy, al menos en el plano teórico, mayores problemas; pero no
ocurre lo mismo con otro tema al que se refiere – el gaseamiento de miles de
niños por padecer deficiencias, en lo que fue el plan Aktion T4 -, que parte de
los mismos principios que ese odio de raza, como es el rechazo del valor y
dignidad de la vida humana y, consecuentemente,
la posible determinación por el poder – plasmada en esas leyes positivistas,
sean nazis o democráticas - de qué es un ser humano, y cuando puede o debe
dejar de ser considerado como tal, por tratarse de vidas inútiles, sin valor,
no dignas de ser vividas. No es difícil encontrar el paralelismo con
planteamientos “modernos” sobre el aborto, la eutanasia y la eugenesia, a los
que ya me he referido en otras ocasiones (quien quiera puede pinchar en las
etiquetas al margen) y que no distan mucho de los esgrimidos por el oficial
nazi, aunque ahora se esgriman la compasión, la libertad, y la legitimidad
democráticas como argumentos.
Y finalmente Dios, lo
molesto que resulta su simple mención para
el oficial de policía nazi: “Dios, Dios no existe”, brama, y es
normal, como es normal que tantos lo rechacen hoy como ayer y como siempre:
Dios es molesto para algunas concepciones, como las que sostienen los puntos a
que me he referido antes, y para algunas formas de vida.
Dice San Pablo (Hb 4,12-13) ”Ciertamente,
la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble
filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y
de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay
ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos
de Aquel a quien hemos de rendir cuenta”
¿cómo le va a gustar a nadie semejante perspectiva? Cuenta Scott Hann a este
respecto que un alumno le espetó en clase “Creo que si Dios no
existe, en cualquier caso tendríamos que inventarlo, y lo hicimos.”, a lo que le respondió “¿Sabes lo que te
digo? Pues que si Dios existe, en cualquier caso inventaríamos el ateísmo. Y lo
hemos hecho.” Si realmente los seres
humanos hubiéramos tratado de inventarnos un dios, nunca habríamos inventado el
Dios del cristianismo, porque es demasiado terrible y exigente. Nuestro Dios es
todopoderoso, omnisciente, santísimo y omnipresente, de manera que no hay
lugar, ni en el más remoto rincón de nuestra imaginación, en el que nos podamos
esconder, y además es inmutable; y nos pide que seamos santos como Él. No, de
inventarnos algo lo habríamos hecho a nuestra medida o, al menos, que fuera
capaz de cambiar de opinión para ajustarlo a esa medida cuando fuera necesario,
y así justificar nuestros actos. ¿Cómo no vamos a querer echar un velo sobre
Dios para ocultarlo cuando, como el retrato de Dorian Grey, pone de manifiesto
cuanto hay de podrido en nuestras almas?
Tal vez hoy no pasen por la
guillotina a quienes se opones a tales ideas, al menos en Occidente nuestra
delicada sensibilidad rechaza semejantes procedimientos con ejemplares humanos
adultos (la jeringuilla es otra cosa, claro, más limpia, más aséptica y
civilizada), pero se les acosa, denigra, ridiculiza y persigue, en nombre de la
libertad.
Vamos a tener que volver a fundar la
Rosa Blanca.