Esta pasada semana era noticia que un manuscrito que pasó
desapercibido durante décadas demuestra que Einstein llegó a plantearse en 1931 la posibilidad de un modelo
cósmico estacionario – es decir, que el Universo se expande de forma constante
y eterna - como teoría alternativa al Big Bang, la gran explosión que dio
origen al Universo, casi veinte años antes de que fuera defendida por primera
vez ante la comunidad científica, aunque fue descartada por él mismo al descubrir
un error en sus cálculos. Cómo fuera lo explicará la ciencia, pero ¿qué podemos pensar cuando observamos la
existencia de esas reglas precisas a las que obedece la maravilla que es el
Universo, la Creación entera?
Recordaba el Papa Francisco al finalizar la pasada Misa de la
Epifanía del Señor, cómo Benedicto XVI comenta en su libro “La infancia de Jesús”, el episodio de la
llegada a Belén de los Reyes Magos – siguiendo una estrella -, que fue la
primera "manifestación" de Cristo a las gentes y signo de la apertura
universal de la salvación; y añadía que esta fiesta nos permite ver un doble
movimiento: por un lado, el movimiento de Dios hacia el mundo y, por otro, el movimiento
de los hombres hacia Dios, impulsados ambos por una atracción mutua. Ese movimiento
de Dios hacia los hombres se produce por medio de la Revelación, pero, además de la Revelación Divina, que se produce
por etapas en lo que se llama la “economía de la salvación” (esto es, el
conjunto de disposiciones divinas decididas en la eternidad y realizadas en el
tiempo, a lo largo de toda la Historia de la humanidad, desde nuestros primeros
padres hasta culminar en Jesús, para la salvación del hombre), Dios también se revela a los hombres
mediante la razón natural, es decir, que el hombre puede
intuir y conocer la existencia de Dios con certeza a partir de sus obras, a
partir de la maravilla de la Creación.
Muchos filósofos intuyeron y afirmaron, ya desde muy
antiguo, la existencia de una primera razón creadora que, además, debía de ser
única, es decir, que el universo no podía ser producto de sí mismo, ni las
leyes que lo rigen fruto del azar, ni nacer del caos, sino que debía existir
una razón creadora, una razón superior, y a esa razón le llamaron “dios”. Hay un diseño,
que obedece a un proyecto, y si hay un proyecto, debe haber un arquitecto. Podemos considerar la siguiente analogía que
propone un apologista (Scott Hahn):
vas andando por la playa y ves algo que brilla al sol. Te agachas, lo recoges,
y observas que se trata de un pequeño objeto metálico, circular, que tiene un
recubrimiento de cristal por una parte y emite un sonido rítmico, tic-tac,
observas que tiene unas manecillas, y unos símbolos, y que en su interior hay
ruedas dentadas, engranajes, tornillos… formando un conjunto unitario. ¿Qué es?
¿Cómo ha llegado a la existencia? Podría ser, eventualmente, el resultado de
incontables olas al chocar con fuerza contra la orilla. Se produciría la
erosión de las conchas, y su conversión en polvo. ¿No podría ese polvo
convertirse luego, por la acción del viento, del calor, y de otras fuerzas
naturales, en aquella particular configuración mecánica que se mueve con tanta
precisión? ¿Puede el intelecto humano imaginar un proceso de este tipo?
Imaginarlo sí, pero lo consideraremos poco plausible. Pues de modo similar,
cuando se observa la Creación se observa
la evidencia de un diseño, de un proyecto, y el diseño apunta a un diseñador, a
un arquitecto, a Dios.
Por supuesto la evidencia no es de tal calibre que
debamos caer rendidos ante ella, como ante el resultado de una fórmula
matemática que sea comprensible para nuestro entendimiento (el resultado de las
que no lo son, si lo aceptamos, también es un acto de fe en quien nos lo
enseña), no es de tal magnitud que impida nuestra libertad, de creer o no –
sería más difícil que hubiera lugar para el amor, solo cabría la sumisión -,
pero sí lo suficiente para que la
Iglesia considere una herejía negar la posibilidad de una teología natural,
como dejó muy claro el Concilio Vaticano I: “La Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, origen y fin de
todas las cosas, puede ser conocido con certeza a partir de la consideración de
las cosas creadas, por la fuerza natural de la razón humana….Si alguien afirma
que el único y verdadero Dios, nuestro Creador y Señor, no puede ser conocido
con certeza a partir de las cosas que han sido creadas, por medio de la luz
natural del entendimiento humano: sea anatema.”
No, no se trata de que la razón de creer pueda radicar en
el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles
a la sola luz de nuestra razón natural, pero sí de que hay motivos de
credibilidad en forma de argumentos convergentes y convincentes que muestran
que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del
espíritu, un salto en el vacío, algo absolutamente ajeno o contradictorio con
nuestra razón, y la teología natural forma parte de esos argumentos.
Y, aunque ha habido, y hay, y seguirá habiendo quien lo
hace, nadie puede afirmar en serio que “creer” es cosa propia del “hombre
antiguo”, que formaba parte de sociedades primitivas que buscaban explicaciones
mágicas a todo aquello que no comprendían, sociedades muy alejadas de los
tiempos modernos, los propios del “hombre adulto”, orgulloso dueño de su razón,
¿o tendremos que calificar de primitivo
e irracional a Albert Einstein (por citar un ejemplo), por afirmar que “el hombre encuentra a Dios detrás de cada
puerta que la ciencia logra abrir”?
¿Verdad que no? Pues eso.
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