sábado, 30 de julio de 2011

Eugenesia y distopía

Advertía en el artículo anterior de los peligros de concepciones éticas, frecuentemente unidas al principio hedonista de “la búsqueda de la felicidad”, como el materialismo, que cifra la plenitud de la vida humana en poseer cosas y en satisfacer nuestros deseos, el utilitarismo, que identifica moral y eficacia, y el consecuencialismo, o ética del resultado, para el que la moralidad de una acción depende de sus consecuencias, al margen de la acción en sí misma, es decir, que el fin justifica los medios.

Uno de esos peligros es la eugenesia, el intento de mejorar el patrimonio hereditario de la humanidad, una idea que aparece ya en Platón (República), pero que cobra auge a partir del siglo XIX cuando Sir Francis Galton, con base en la teoría de la evolución de Charles Darwin, defendió que la protección social a los más débiles y desfavorecidos impedía la selección natural responsable de su extinción, lo que se tradujo en políticas de fomento de matrimonios de personas sanas con características deseables, trabas a los portadores de enfermedades hereditarias, y esterilización forzosa de delincuentes, pobres o enfermos mentales. Dentro de esta dinámica de selección artificial se inserta el aborto por razones eugenésicas de aquellos fetos respecto de los que alguien determina que su vida no merece la pena ser vivida, y la satisfacción del deseo de hijos “perfectos” mediante la práctica de técnicas de reproducción asistida, que llevan a seleccionar cuidadosamente de entre los embriones que se producen artificialmente aquel que reúne las características deseadas antes de implantarlo a la madre, desechando el resto.

Hablar de eugenesia es hablar en mayor o menor medida de una distopía, es decir, una anti-utopía o utopía perversa, y eso es lo que plantea Gattaca, una película de 1997 (tal vez no sea casualidad que ese año la UNESCO redactara la “Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos”) que presenta un mundo distópico  en el que la realidad transcurre en términos opuestos a los de la sociedad ideal o utópica que parece existir; un mundo en el que los humanos son elegidos mediante mecanismos de control genético para asegurar que nacen con los mejores rasgos hereditarios de sus padres y en el que, aunque hay leyes que prohíben la discriminación, nadie se las toma en serio, y una base de datos es utilizada para identificar y clasificar a aquellos que han sido manipulados genéticamente, los llamados válidos, y aquellos que han nacido sin ningún tipo de manipulación anterior, los llamados no-válidos.

En una de las escenas cuenta la voz en off de Vincent, uno de los últimos niños concebidos de forma natural, que “Solían decir que un niño concebido por amor tenía una mayor probabilidad de ser feliz, ahora ya nadie lo dice. Nunca entenderé que fue lo que empujó a mi madre a poner su fe en manos de Dios en vez de en las de su genetistapertenecía a una nueva clase social ya no determinada por el status social o por el color de la piel, no, ahora es una ciencia la que automáticamente nos discrimina…”, y daba igual lo que hiciera, su único destino posible era limpiar retretes.

Su hermano, Anton, iba a nacer de una forma distinta:



Ya hemos dicho en alguna ocasión que desde un punto de vista científico no cabe la menor duda de que un embrión es un ser humano, por lo que cuando el “doctor” de la clínica de fertilización dice a los padres que “tras las exploración nos han quedado, como ven, dos chicos sanos y dos chicas muy sanas…” no es una forma de hablar, el ciclo vital de esos seres vivos de la especie humana producidos in vitro ya se ha iniciado, y solo terminará con su muerte, que en este caso se producirá más o menos inmediatamente para los descartados, una vez elegido el que va a ser implantado.

¿Ciencia ficción? Sí, pero en los años 70 ya se produjo en Estados Unidos un interesante ejemplo de discriminación genética en relación con la anemia falciforme, una enfermedad sin cura que impedía que los afectados pudieran realizar esfuerzos, por el grave riesgo de sufrir una insuficiencia respiratoria aguda que provocara su muerte repentina. El problema se hizo patente cuando el gobierno declaró obligatorio en varios estados realizar la prueba de detección a los recién nacidos y a los escolares, sin seguir un programa paralelo de orientación genética que pudiera ofrecer consejo a las familias afectadas, se empezó a confundir a los portadores con los enfermos, se llegó a sugerir que se marcara a los portadores para que no se mezclaran y no tuvieran hijos entre sí, las compañías de seguros comenzaron a negarse a asegurarlos si eran portadores del gen, y el mercado de trabajo comenzó a discriminar a enfermos y simples portadores.

No, no es ciencia ficción, o por lo menos no del todo, y si todavía no es posible científicamente conseguir el grado de manipulación que muestra la película, estamos a pocos pasos de conseguir “bebés a la carta”, con determinadas características, y se producen “bebés-medicinales” a partir de embriones modificados, cuyas implicaciones ya comenté en otra ocasión a propósito de la película “La decisión de Anne”.

No se trata de rechazar los avances ni el progreso científico, pero no puede ser a cualquier precio, el fin no justifica los medios, y una cosa es el tratamiento genético “correctivo” que no supone ninguna manipulación de la identidad del ser humano sino devolverle la plenitud recortada por un defecto genético, y otra la manipulación genética que no quiere devolver la salud perdida, sino introducir características extrañas mediante un patrón preconcebido - que tiene que ser diseñado por alguien - para “mejorar” la raza humana, o crear industrialmente seres humanos para usarlos instrumentalmente, aunque sea para sanar a otros seres humanos.

El problema es grave, porque se aúnan intereses económicos de la industria médica e intereses políticos de ideologías omnicomprensivas que hacen bandera del progreso de la humanidad para prometer la eliminación de enfermedades a las que somos muy sensibles, imponiendo determinados planteamientos en los momentos críticos del comienzo y del final de la vida de un ser humano.

Una bioética bien desarrollada y ampliamente difundida puede contribuir a evitar que ocurran más desaguisados y tragedias vinculadas al campo de la investigación humana, una bioética que si debe partir de las verdades biomédicas relacionadas con el tema en cuestión, porque no puede construirse de espaldas a la verdad científica, tampoco puede fundarse exclusivamente en ella, porque una técnica, en tanto que técnica será buena si es eficaz, si consigue de modo efectivo el fin que pretende, pero no aporta nada a la valoración ética del fin y de los medios empleados para conseguirlo, y las ciencias experimentales y, en este caso, la ciencia biomédica, no son la única fuente de verdad en el ámbito de la vida, ni pueden dar respuesta por si mismas a los interrogantes éticos que no pueden quedar reducidos a un problema de eficacia científico-técnica.

En definitiva hay límites, debe haberlos, no todo lo que se puede hacer se debe hacer, y debemos rechazar la tentación de reducir al ser humano a simple objeto de posesión o goce, de producirlos para el servicio o utilidad de otros seres humanos, de prescindir de la moralidad de los medios para sacrificarlo todo al fin último de nuestra “felicidad”.

viernes, 15 de julio de 2011

¿Todo por la "pasta"?



Se trata de una escena de la película “Una historia del Bronx” (ya utilicé otra en el artículo Empezar de nuevo), en la que Lorenzo (Robert de Niro), padre de Calogero, que quiere mantener a éste alejado de las mafias y que sea un ciudadano honrado, acaba de devolver a Sonny (el mafioso), una importante cantidad de dinero que el chico había ganado a base de propinas en su local; Calogero no lo entiende, se rebela y le dice a su padre que, como todos los obreros, es un “pringado”, a lo que su padre - un tipo con carácter, que sabe decir no al dinero fácil con el que le tienta la mafia, y que viene precisamente de enfrentarse, por su hijo, con el capo en su propio local - le dice algo que es toda una lección: “no hace falta valor para apretar un gatillo, pero si para madrugar cada día y vivir de tu trabajo, habría que ver a Sonny, entonces ya veríamos quien es más duro, el obrero es el auténtico tipo duro, tu padre es el tipo duro.”

Esta escena me vino a la cabeza la otra tarde cuando, sentado en una terraza disfrutando de un rato de conversación (y de una pinta de Guinnes), una pareja nos hizo – al estar en la mesa contigua y utilizar un tono de voz elevado - partícipes involuntarios de su conversación. Eran jóvenes, probablemente acababan de terminar el primer curso de carrera, y la chica argumentaba que la había elegido única y exclusivamente “por la pasta” que podía ganar cuando terminara, no reconocía ninguna otra razón válida para estudiar o trabajar, y cortaba en seco las objeciones que a duras penas intentaba esbozar su compañero afirmando tajantemente que, al final, todo se reducía a eso, a la “pasta”.

Se me pasó por la cabeza decirle que no sabía, en tal caso, qué hacía estudiando una carrera, y “aconsejarle” que, puesto que era mona, podía ser puta y ganar en muy poco tiempo una gran cantidad de “pasta”; pero me abstuve de hacer tal cosa porque, al fin y al cabo, era un tercero ajeno a la conversación, no creí que apreciaran el argumento, y tampoco me apetecía batirme.

No, no todo vale para ganar dinero, y si es cierto que los bienes y el dinero son naturalmente deseables y los desea cualquier persona sensata, también lo es que el dinero no confiere por si mismo ninguna dignidad a la persona, que no es indiferente la forma de ganarlo, y que el verdadero valor, como le dice Lorenzo a su hijo en esa estupenda escena, se necesita para madrugar cada día y vivir de tu trabajo. Lo otro – y no solo las pistolas - son concepciones que desprecian la peculiar dignidad de que está dotado el trabajo por el simple hecho de ser realizado por una persona, independientemente de su mayor o menor valor objetivo; por eso no se puede reducir a mero instrumento de producción, a simple fuerza-trabajo con un valor exclusivamente material, y por eso el trabajo es superior a cualquier otro medio de producción que, como el capital, siempre será instrumental. Uno de los frutos del trabajo será, por supuesto, el dinero, la remuneración justa por el trabajo realizado, pero el derecho fundamental y la obligación moral esencial de todo ser humano con respecto al prójimo, que es en primer lugar la propia familia pero también la sociedad a la que pertenece, es a trabajar.

Además, lo importante de los bienes y del dinero, como ocurre con cualquier instrumento, es el uso que se les dé, y por eso su exceso o no sirve de nada o puede perjudicar a quien lo posee, al contrario que los bienes relativos al alma que cuanto más abundantes tanto mejor; por eso ya comenté en una ocasión, a propósito de la crisis económica, como ya Aristóteles prevenía contra quienes creen que es preciso a todo trance aumentar hasta el infinito el dinero que poseen, y para conseguirlo se preocupan únicamente del cuidado de vivir, sin cuidarse de vivir como se debe, y como Benedicto XVI señalaba [“Caritas in Veritate”] que “La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza.” 

En “Los papeles póstumos del Club Pickwick” (Dickens) hay una historia que me viene al hilo, y es aquella en la que se relata el encuentro de Gabriel Grub (como Mr. Scrooge, pero pobre y sepulturero de profesión) con unos duendes que le muestran una serie de visiones, y cómo en ellas vio “que los hombres que trabajaban duro y ganaban su escaso pan con vidas de fatiga estaban alegres y contentos; y que aun para el más ignorante, el dulce rostro de la naturaleza era una fuente infalible de alegría y de goce. Vio que los que habían sido criados con delicadeza y educados con ternura, sabían estar alegres en las privaciones, superiores al sufrimiento que hubieran abrumado a muchos de contextura más ruda, porque llevaban en su interior los elementos de la felicidad, el contento y la paz. Vio que las mujeres, las criaturas de Dios más frágiles y tiernas, eran muchas veces superiores a la tristeza, la adversidad y la aflicción; y vio que era porque llevaban en el corazón un manantial inagotable de afecto y devoción. … y,  poniendo todo el bien del mundo contra todo el mal, llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, era una clase de mundo muy decente y respetable.”

Creo que esencialmente es así, pero también es cierto que se está imponiendo – y son como grietas en un polder - una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad; un materialismo que cifra la plenitud de vida humana en poseer cosas y satisfacer nuestros deseos; un utilitarismo que identifica la moral con la eficacia, elevando la economía a la categoría de único principio moral; y un consecuencialismo, o “ética del resultado” (Fernando Inciarte), que hace depender la moralidad de una acción, única y exclusivamente, de sus consecuencias previsibles, lo que implica que al olvidar la acción misma para atender solo a la consecuencia cualquier acción puede estar permitida siempre que la consecuencia sea positiva; y todo ello combinado con la falacia de “la búsqueda de la felicidad” entendida, no como lo que los hombres experimentan cuando dan con su fin, con aquello a lo que deben tender, sino desde un punto de vista hedonista, como el fin que los hombres deben buscar (que es la forma perfecta de no encontrarlo) y que justifica cualquier acción.

Las consecuencias son muy graves, y no solo desde el punto de vista económico y del trabajo, como estamos viendo con una crisis que nace directamente de esa concepción moral, sino también por lo que implica de despersonalización del hombre, que queda reducido a veces – y esto pasa casi desapercibido, porque va envuelto en el aura del progreso y de los avances técnicos – a un instrumento al servicio o en manos de otros hombres. Pero de esto hablaremos en otra ocasión.