Durante unas semanas
hemos asistido a través de los medios de comunicación nacionales e
internacionales, y de las redes sociales, a una disputa en torno al “caso Beatriz”, una joven de 22 años de
El Salvador, embarazada de un niño con anancefalia, cuyo embarazo se presentó como de alto riesgo para la vida de la madre
por tener una enfermedad renal y lupus,
una enfermedad causada porque el sistema inmunitario ataca las células del
propio organismo (aunque hay diferentes tipos y grados, y no es mortal), y que
ha sido utilizada por el lobby abortista – utilizando su alto componente
emotivo, una estrategia habitual - para presionar al gobierno de El Salvador
para que autorizara y legalizara el aborto, y para agitar el debate
pro-abortista en todo el mundo.
Por supuesto, como siempre en un debate sobre el aborto,
sus defensores (abortistas, o “pro-elección”) empezaron a atacar a la Iglesia, objetivo prioritario de algunos
que se autocalifican de modernos y de
progresistas; algunos diciendo todo tipo de barbaridades, que la
Iglesia quería matar a la mujer, que no le importa la vida de las personas, que
los cristianos – católicos - son unos sádicos y unos hipócritas, etc.; otros afirmando, en defensa de la tolerancia, que ni la Iglesia ni los
cristianos pueden decir nada sobre el aborto, y que
lo contrario es una injerencia intolerable en lo público, y en la democracia, porque
significa la pretensión de que se legisle desde la fe, y la imposición de una
moral; y otros, en fin, defendiendo el aborto en este caso, desde una pretendida equidistancia entre lo
que califican como dos movimientos extremos (pro-vida y pro-elección/abortistas),
y así se manifestaba en
un diario del pasado 7 de junio Juan Masía Clavel,
teólogo, experto en bioética, y jesuita – aunque sus enseñanzas sobre bioética
han sido desautorizadas por la Compañía de Jesús y por la Iglesia – al afirmar
que “Si el aborto se define como una
interrupción del embarazo injusta e injustificada, no toda interrupción del
embarazo es aborto.”, y concluir a partir de esa premisa que en el “caso
Beatriz” no diría que se permitía el aborto o se reconocía el derecho a
abortar, “sino que había incluso
obligación de hacerlo para proteger a la persona y, por eso, practicar la
intervención terapeútica, que no debería llamarse moralmente aborto, sino
interrupción justa y justificada del embarazo.”
En primer
lugar, parece necesario volver a defender lo evidente, y es que los
cristianos, como a los ateos, agnósticos y a cualquier ciudadano, cualquiera
que sea la creencia o increencia que profese, y a la Iglesia Católica, como a
cualquier partido u organización, les asiste el derecho de exponer y defender sus ideas públicamente, y eso no
implica legislar desde la fe,
ni atentar contra la democracia ni lo público – salvo que se confunda con lo
estatal -, sino al contrario, es ejercicio de libertad y de democracia.
Pero, además, hay
que dejar claro que el aborto no es solo
una cuestión religiosa, sino también y fundamentalmente un problema de
civilización y de cultura (de la vida, o de la muerte); tal como señalaba
el filósofo Julián Marías, “Creo que es un grave error plantear esta cuestión desde una perspectiva
religiosa: se está difundiendo la actitud
que considera que para los cristianos (o acaso para los “católicos”) el
aborto es reprobable con lo cual se supone que para los que no lo son puede ser
aceptable y lícito. Pero la ilicitud del aborto nada tiene que ver con la fe
religiosa, ni aun con la mera creencia en Dios; se funda en meras razones
antropológicas, y en esta perspectiva hay que plantear la cuestión. Los
cristianos pueden tener un par de razones más para rechazar el aborto; pueden
pensar que además de un crimen es un pecado [y muy grave, quien procura el
aborto, si este se produce, incurre en excomunión latae sententiae, es decir, ipso facto]. En el mundo en que vivimos hay
que dejar esto – por importante que sea – en segundo lugar, y atenerse por lo pronto
a lo que es válido para todos, sea cualquiera su religión o irreligión. Y
pienso que la aceptación social del aborto es lo más grave moralmente que ha
ocurrido, sin excepción, en el siglo XX.” Como
afirmaba, en relación con el aborto, el jurista y
filósofo turinés Norberto Bobbio, nada
sospechoso de simpatía hacía el catolicismo “Me
sorprende que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de
decir que no se debe matar.”
Y es que lo
podemos edulcorar como queramos, pero al
final el aborto significa lo que significa, y etimológicamente deriva de “ab-ortus”, que significa privar de
nacimiento, y del verbo latino “aborior”,
que significa también matar, por lo que abortar no significa otra cosa que matar
a un ser humano, y por eso, por rigor intelectual, hay que rechazar esa
terminología cargada de eufemismo, como “interrupción
voluntaria del embarazo” (o su acrónimo IVE), porque es obvio que en el
aborto se suprime una vida sin posibilidad de reanudarla; y por eso no se puede
decir que es aborto cuando es injusto e
injustificado, y no lo es si se trata de una interrupción justa y justificada del embarazo, alambicado
razonamiento, el defendido por Masía Clavel, que incurre en un relativismo (ya
sea desde el objetivismo ético, desde una ética teleológica o el consecuencialismo)
en el que, en resumidas cuentas, el fin justifica los medios; que es inútil al
efecto pretendido de evitar la petición del aborto libre como un derecho de la
madre, porque esa reclamación es entre otras cosas un postulado de la ideología
de género, no una simple reacción extrema contra el rechazo incondicional y sin
excepciones al aborto de los movimientos pro-vida; y que es prescindible para
resolver el caso que nos ocupa, que tiene otra solución acorde con la ética
clásica.
El aborto
directo es una de esas cuestiones que comprometen la vida de una persona, la
del no nacido en primer lugar, y la de la madre, pero también a toda la
sociedad, y por eso hay quien encuentra un buen fundamento para justificarlo en
un caso límite como es el de peligro para la vida de la madre, pero no es
necesario, como tampoco es necesario acudir a las creencias o a una ética religiosa,
porque es posible acudir a unos principios éticos válidos con carácter general, que se justifican a
partir de una concepción racional de la dignidad propia de la persona humana,
y que si se cumplen dignifican al hombre y, por el contrario, si se conculcan,
comprometen seriamente tal dignidad.
Desde este
punto de vista ético o moral (las dos palabras tienen el mismo origen
etimológico, aunque “Ética” suela identificarse con la ciencia filosófica mientras que “moral” se identifica con éticas
de origen religioso), la intervención
médica para resolver el citado caso extremo, en el que hay un conflicto entre
la vida de la madre y la del hijo que porta, es un supuesto típico de las
denominadas “acciones de doble efecto”,
es decir, aquellas de las que de una sola acción se siguen dos efectos, uno
bueno y otro malo; la solución clásica enseña que, cuando de un acto que se
lleva a cabo se originan un bien y un mal, para ejecutarlo se requiere que se
den, al mismo tiempo, cuatro condiciones: que la acción sea buena, o al menos
indiferente; que el fin que se persigue sea alcanzar el efecto bueno; que el
efecto primero e inmediato que se sigue sea el bueno, y no el malo; y que
exista causa proporcionalmente grave para actuar.
Desde este punto de vista, el aborto directo
no es un recurso aceptable desde el punto de vista ético, pero una mujer embarazada en peligro de muerte
puede emplear cualquier tratamiento médico para salvar su vida, siempre que la
defunción del no-nacido no sea la finalidad primera ni sea el medio a través del cual la madre intenta preservar su
existencia, tratamiento que sería permisible aun cuando como consecuencia
de esas acciones médicas, dirigidas a tratar directamente la enfermedad, se
produjera la muerte del no-nacido, que sería un accidente colateral a esas
acciones médicas, y siempre que no hubiera otro tratamiento razonable que
estuviera disponible.
Eso es lo que
se ha hecho en el llamado “caso Beatriz”, y se ha acusado a quienes se
opusieron al aborto directo y defendieron esa solución de hipócritas, porque al
final se produjo la muerte del bebé, lo que no podía ser de otra forma dado que
padecía anancefalia, pero es que, en mi opinión, si alguien no distingue entre
morirse y que le den muerte, entre dejar que muera de forma natural y matarlo, tiene
un problema.