La foto del encabezamiento (de
National Geografic), muestra un cerdo después de darse un atracón en una tienda de
alimentación en la población japonesa de Namie, abandonada tras el accidente de
marzo de 2011 en la central nuclear de Fukushima; sestea, ahíto, tras haberse
adueñado del comercio y darse cómodamente tan pantagruélico festín, ignorante
de que, a pesar de ese aparente dominio, está condenado a muerte.
No se por qué, tal vez por esa
satisfacción animal, por ese abandono suicida en el que yace el puerco, pero la imagen me ha
traído a la memoria aquel pasaje del Evangelio de Marcos (5,1-12) en el que un
espíritu impuro, que poseía a un hombre en la región de los gerasenos, y que
respondía al nombre de Legión, porque eran muchos, pedía con insistencia a Jesús
que no le expulsara de la región, al abismo, en el relato de Lucas, y termina
suplicando (había una piara de cerdos cerca) “Envíanos a los cerdos para que
entremos en ellos”.
¿No es cierto – como dice Fabrice
Hadjadj en “La fe de los demonios” [sí, los demonios tiene fe, tan pétrea e
inconmovible como su corazón; “se quién eres Tú”, le dicen a su paso] -
que es fácil reconocer en esa súplica desesperada la inclinación de
algunas de nuestras propias peticiones?
No es la oración de quien no
tiene fe en Dios, de quien anda perdido por senderos, que son en realidad un laberinto, y que no llevan a
ninguna parte, atendiendo a las voces de diferentes ídolos que le dicen “sígueme, fíate de mí”, sino la de quién habiendo recibido la fe, tal vez
incluso, inicialmente, con alegría, se pierde hociqueando por esos mismos
senderos, y termina suplicando como ese espíritu inmundo:
“Sí, mejor que estar contigo y
seguirte por el camino del Calvario, envíanos a esos puercos, hay en ellos una
santidad a nuestra medida, una vida al alcance del hocico, sonrosada, redonda,
serena. Del misterio de Navidad nuestra piedad sólo quiere conocer el cálido
establo. Ésa es la meta de nuestro viaje, oh compañeros de Ulises, gracias al
hechizo de Circe más que a la oración de María, una gracia bastante grasa… Por
tanto Señor es inútil que derramemos nuestra sangre, ¡no somos kasher! Déjanos
cebarnos tranquilos. Y cubrir a nuestras cerdas en paz. Sabremos escrutar bien
el suelo para la salvación de nuestro tocino. Sabremos encontrar en el fango un
cielo suficiente y acogedor. Considera nuestra modestia, Hijo del Dios
Altísimo. Preferimos la pocilga que nos reboza a tu alegría que hace llorar. La
menor cochinada nos satisfará. No necesitamos tu hostia radiante: nos conformaremos
con nuestras bellotas.”
… o con cualquier basura que se nos ponga al alcance del hocico, que
sacie nuestros apetitos animales, y nos ayude a quedarnos confortablemente
adormecidos. ¡Ay!