viernes, 28 de octubre de 2011

Carta de Teófilo a Lucrecio


Reproduzco en este post una carta que conservo en el archivo, cuya publicación, creo, no puede molestar a quienes en ella intervinieron, puesto que utilizaron un seudónimo, y tal vez pudiera servir de algo a alguien, como tal vez pudo servir a quién en su momento la recibió.
  
"Mi querido amigo, Lucrecio:

Recibo como siempre con agrado tu carta, y más el tema que propones como objeto de reflexión al hacer tuya aquella pregunta, “¿Qué justicia es aquella en la que muere el justo y se salva el culpable?”, que nos remite a los conceptos de justicia humana y divina, y a la esperanza de los hombres.

Es, ciertamente, un tema profundo sobre el que han hablado y escrito muchos sabios a los que, es cierto, unos ya no recuerdan, otros no conocen, (¡qué grave responsabilidad la nuestra!) y otros, por ser la fe performativa y no simplemente informativa, rechazan conocer.

Pero en este momento quiero llamar tu atención sobre la afirmación de que voy “pregonando con voz firme el mensaje de la fe que me ha sido dada, redonda y sin fisuras.”, que creo merecen alguna matización.

Es muy cierto que la fe me ha sido dada, pero no a todos ocurre como a San Pablo, cuando iba camino de Damasco, que cayó derribado al suelo – no se sabe si de un caballo, que sobre eso las Escrituras no dicen nada – por la fuerza de lo que se le reveló,  siendo más habitual que no sea posible referirse a un acontecimiento concreto, sino a un cúmulo de ellos, desgranados a lo largo del tiempo y sin aparente conexión que, de repente, percibes ajenos al azar, y que descubren en medio del páramo el contorno de un camino que te sientes impulsado a seguir.

Y una vez en el camino la vocación cristiana no deviene en un estado, fruto de la llamada inicial a la que nos remitimos después como algo pasado, sino que es una llamada permanente que se manifiesta, constantemente, en muchas llamadas o apelaciones a la conciencia personal a través de múltiples acontecimientos de la vida cotidiana, que requieren un constante ejercicio de libertad, un ejercicio de conversión permanente porque, como decía San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

No amigo mío, no es un estado, sino un camino que requiere hacerse niño de nuevo y revivir diariamente en la propia existencia el papel del hijo pródigo, y a veces ¡horror!, rechazar el papel del hermano, un constante volver hacia la casa del Padre mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida. Un camino que merece la pena, y te invito a seguir.

No olvido el tema propuesto, que espero poder abordar en su momento.

Con un abrazo, se despide

Teófilo"