domingo, 25 de septiembre de 2011

Un camino que no debemos recorrer

“La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”,  rezaba el cartel colocado en una de las acampadas del 15M, y  no se qué pretendía decir quien lo colocó en el contexto de ese movimiento, pero la frase corresponde a una reflexión del doctor Urbino Daza, personaje de la novela “El amor en los tiempos del cólera” (García Márquez), acerca del ritmo, más lento o más rápido, al que puede progresar la humanidad, concluyendo que podría avanzar más rápido sin el estorbo de los ancianos; y eso me recuerda la advertencia de Ikonnikov, personaje de la novela Vida y destino [Vassili Grossman], de que cuando se sostiene el discurso del progreso benéfico de la humanidad, "los niños y los viejos perecen, la sangre corre a raudales".

Me ha venido a la cabeza a raíz de la muerte el pasado 6 de septiembre de Ramona Estévez, una anciana en estado de coma, fallecida catorce días después de que a petición de su hijo, y por indicación de la Junta de Andalucía en cumplimiento de la ley andaluza de “muerte digna”, se le retirara la sonda nasogástrica con la que se le procuraba alimento e hidratación para que pudiera – dicen - morir “dignamente”, sin sufrimientos añadidos; y es que todos podemos entender el sufrimiento de los allegados a una persona en ese estado, pero ni la decisión ni su justificación son aceptables.

Parece claro que llegado el momento de la muerte el protagonista de este trance debe afrontarlo en las condiciones más llevaderas posibles, desde el punto de vista del dolor físico y del sufrimiento moral, pero el concepto de “muerte digna” es utilizado tanto por quienes promueven la aceptación social, despenalización y legitimación jurídica de la eutanasia como por quienes se oponen, por lo que, dado que los primeros suelen proponerla como alternativa a la distanasia, es necesario aclarar ambos conceptos.

Etimológicamente, eutanasia (del griego eu, bien, y thánatos, muerte) no significa otra cosa que buena muerte, lo que puede significar cosas completamente distintas, pero hoy se entiende por eutanasia el llamado “homicidio por compasión”, es decir, cuando una persona causa la muerte a otra por piedad ante su sufrimiento, por considerar que su vida carece de una calidad mínima para que merezca el calificativo de digna, o atendiendo a su deseo de morir por la razón que fuere, ya sea mediante un acto positivo, ya sea mediante la omisión de la atención y cuidados debidos. La distanasia (del griego dis, mal y thánatos, muerte), más conocida como ensañamiento u obstinación terapéutica, son intervenciones médicas, no adecuadas ya para la situación del enfermo, que pretenden retrasar su muerte, todo lo posible, por todos los medios, proporcionados o no, aunque impliquen infligir al moribundo sufrimientos añadidos a los que ya padece, y que no lograrán evitar una muerte inevitable, sino solo aplazarla.

El ensañamiento u obstinación terapéutica es, efectivamente, inaceptable, y no puede obligarse a nadie, ni nadie puede sentirse obligado a aceptar esos medios extraordinarios o desproporcionados, pero ni la limitación del esfuerzo terapéutico ni las medidas encaminadas a aliviar o suprimir el dolor, aunque puedan tener como efecto secundario el acortamiento de la vida, se pueden confundir con la eutanasia, como se hace por quienes la defienden, porque no son ni una forma de suicidio ni una forma de dar muerte, sino la aceptación de la condición humana y el ejercicio del derecho a morir con toda serenidad y dignidad humana, y cristiana en su caso. La diferencia entre dejadme ir y matadme, dejadle ir y dadle muerte, según quien sea el peticionario, es sustancial, y es la misma que hay entre una muerte digna, renunciando al encarnizamiento terapéutico, y un homicidio, aunque sea legal y por razón de una mal entendida compasión.

Ahora bien, la limitación del esfuerzo terapéutico no incluye la privación de la atención y cuidados debidos hasta que se produzca la muerte, como es procurar alimento e hidratación, que no es sino una medida de mantenimiento básica para cualquier persona, sana o enferma, siendo indiferente que se administre mediante sonda, un medio utilizado diariamente no solo con grandes discapacitados, sino con miles enfermos de todo tipo, y por eso no creo que sea una “muerte digna” la causada a una persona provocando el colapso de su organismo por falta de alimento e hidratación. Y es posible que haya quien piense que su muerte de esa forma es imputable de alguna manera a quienes se oponen a la eutanasia activa, porque de estar permitida se habría podido acabar con su vida en un instante, pero eso sería un razonamiento erróneo, si parte de la idea, falsa, de que la eutanasia es la alternativa al ensañamiento terapéutico, cuando no malévola si, pensando que el progreso de la humanidad no puede detenerse ante una injusticia concreta, pretendiera utilizar el sufrimiento provocado de esa forma para causar el horror y promover la aceptación social y legal de la eutanasia.

La eutanasia, que ya se practicó en sociedades primitivas, por razones de supervivencia tribal, en la antigua Grecia y en el Imperio Romano, y más recientemente en la Alemania nazi, que impulsó un amplio programa para la eliminación de discapacitados físicos y mentales con el argumento – tan actual - de que no llevaban una vida “digna”, se presenta ahora como una decisión subjetiva, algo que pertenece en exclusiva al ámbito de la autonomía del sujeto y que solo a él corresponde valorar moralmente; pero no es así, y no solo porque quienes la promueven piden su reconocimiento como un derecho exigible, en determinadas condiciones, de la sanidad pública, lo que implicará la participación forzosa en su muerte de otras personas, singularmente familiares y personal sanitario, sino porque el ser humano se encuentra en ocasiones en situaciones de vulnerabilidad en las que debe ser defendido frente a terceros e incluso frente a sus propias decisiones, como ocurre por ejemplo, y todos entendemos, cuando se trata de la venta de órganos: el que entra en el mercado de órganos no lo hace libremente, sino acuciado por una necesidad económica que lo sitúa en una posición de vulnerabilidad, y por eso el Estado prohíbe el tráfico de órganos, porque la dignidad humana, la prohibición de cosificarnos a nosotros mismos, prima sobre la libertad.

Pero es que, además, el reconocimiento social y legal de la eutanasia tiene graves consecuencias para las personas y para el conjunto de la sociedad, como es la existencia de una presión moral institucionalizada sobre los ancianos, discapacitados, y sobre aquellos que en un momento determinado se puedan sentir como una carga para la sociedad o para sus familiares hasta el punto de sentirse en la obligación de acabar con la propia vida, siguiendo el ejemplo de otros más “generosos”, la generalización de la petición de muerte para otros por la devaluación del valor de la vida bajo la presión de criterios de calidad cada vez más estrictos, y la desconfianza en la familia y en las instituciones sanitarias por las decisiones que se puedan tomar por nosotros, porque es un hecho que los partidarios de la eutanasia dan con suma facilidad el paso de aceptar la petición voluntaria de un paciente para ser ayudado a morir, a ayudar a morir a quien, a su juicio, debería hacer tal petición dado su estado, aunque de hecho no lo solicite.

Es una camino que ya ha recorrido Holanda - un país que desde que lo autorizó en los 80 ha pasado de la eutanasia para enfermos terminales a la eutanasia para enfermos crónicos, de la eutanasia para enfermedades físicas a la eutanasia para enfermedades psicológicas como la depresión, de la eutanasia voluntaria a la mayoritariamente involuntaria, un país en el que los médicos sugieren la eutanasia a pacientes que no la habían solicitado, por padecer ceguera, diabetes, sida o artritis, y en el que la Sociedad Pediátrica ha publicado instrucciones sobre la eutanasia para bebés con enfermedades crónicas o retraso mental – y, sinceramente, no creo que sea un camino que debamos recorrer.

En una sociedad hedonista, en la que prevalece la tendencia a apreciar la vida en la medida en que pueda proporcionar placer y bienestar, el sufrimiento, propio o ajeno, aparece como una amenaza insoportable de la que es preciso liberarse o, dado el caso, liberar a otros; pero, como dice Benedicto XVI [Spe Salvi), “La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la com-pasión a que el sufrimiento sea  compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez la sociedad no puede aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. En efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que llegue a ser también el mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor.”

Hay que aceptar el sufrimiento propio o ajeno como algo consustancial a la naturaleza humana, y recuperar el verdadero sentido de la “com-pasión” que significa padecer junto al que padece, no eliminarlo, haciendo propio el sufrimiento ajeno, por amor, protegiendo y ayudando a quien se encuentra en esa situación de vulnerabilidad, utilizando todos los medios de que dispone la medicina paliativa para aliviar de forma eficaz el dolor y otros síntomas molestos que pueda sufrir, y prestando una atención humana adecuada al paciente, y a su familia, de forma que pueda afrontar el trance de la muerte en las condiciones más llevaderas posibles, desde el punto de vista del dolor físico y del sufrimiento moral, y poder así tener una muerte digna.

La obstinación terapéutica es rechazable, sí, pero la eutanasia no es la opción.