domingo, 28 de noviembre de 2010

Empezar de nuevo



Se trata de una escena deliciosa de la película “Una historia del Bronx”, en la que oímos la reflexión del protagonista, Calogero, mientras le vemos correr alegre por el pasillo de la Iglesia, después de salir del confesionario:“Era fantástico ser católico e ir a confesarse. Uno podía empezar de nuevo todas las semanas.”

Es cierto, y es algo que distingue radicalmente a la Iglesia Católica de los movimientos surgidos a partir de la mal llamada “Reforma”, en el siglo XVI, que proclamaron, como hizo Lutero en la víspera de Todos los Santos de 1517, que la Iglesia no tenía ningún poder para perdonar los pecados, negando toda eficacia al sacramento de la penitencia y a las indulgencias, lo que era consecuencia lógica de su visión del hombre como un ser cuya naturaleza, su voluntad e inteligencia, estaban corrompidas y arruinadas, y de la negación del libre albedrío. Y en el mismo sentido se manifestó Calvino, afirmando que todos los hombres estaban predestinados a la gloria o a la condenación eternas, y debían recorrer solos ese camino – la vida - hacia un destino desconocido, porque nadie podía ayudarles a recorrerlo; ni la Iglesia ni los sacramentos, que no podían pretender alterar la voluntad eterna e inmutable de Dios, ni el mismo Cristo que solo murió por los elegidos. Eso les llevó - como signo de  justificación - a considerarse a si mismos la iglesia de los santos en el mundo, los favoritos de la gracia, los "electi" que, careciendo de conciencia sobre su propia debilidad, no solo no sentían ninguna indulgencia ante el pecado cometido por el prójimo, sino que odiaban y despreciaban a quien aparecía como enemigo de Dios, que llevaba impresa la marca de la condenación eterna.

Frente la impotencia ética del luteranismo, y frente a la aristocracia inmisericorde de los elegidos, la Iglesia Católica aborrece profundamente el pecado, pero es indulgente con el pecador, acoge a la prostituta, al ladrón y al pródigo arrepentidos, al publicano que no se atreve a alzar los ojos al cielo, frente al fariseo que lo desprecia. Cumple así fielmente el mandato divino: hasta setenta veces siete, siempre, se han de perdonar los pecados a quien confiesa su culpa [perdón por la digresión, pero me viene a la memoria lo que me espetó una contertulia en el descanso de un debate en televisión: “¡qué fácil lo tenéis los católicos, pedís perdón y ya está!”; ¡pues sí!, nada más y nada menos que pedir perdón, en las condiciones prescritas], aplicándose los merecimientos de Cristo, no como una aplicación extrínseca que no implica ninguna renovación interior, no como una especie de manta que oculta pero no libera de la corrupción, como decía Lutero, sino sobre el hombre liberado del pecado por virtud del sacramento de la penitencia, que puede comenzar y recomenzar cuantas veces sea necesario en un constante ejercicio de libertad, de conversión permanente porque, como decía San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

Decía Chesterton tras su conversión al catolicismo: “Cuando la gente me pregunta ‘¿por qué te uniste a la Iglesia de Roma?’, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: ‘Para librarme de mis pecados’. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo”.

O como dice Calogero en la película, de forma mucho más sencilla y directa, es fantástico ser católico e ir a confesarse, uno puede empezar de nuevo todas las semanas.