lunes, 25 de abril de 2011

Aeropagitas


Se trata de los últimos minutos de la película “La Pasión” (Mel Gibson), una película magnífica que relata, desde la oración en el huerto de los olivos, el misterio de la pasión y muerte de Jesús en la Cruz, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, decía entonces San Pablo [“Los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles.” (1 Cor. 1, 22-23)], y dicen ahora tantos otros alejados de la fe, y termina con su resurrección de entre los muertos.

Decía un escritor – Antonio Gala - en la columna de un diario nacional desde la que, desde hace años, lanza sus diatribas contra la Iglesia Católica, que separar la persona en dos enemistades, con referencia a la dualidad cuerpo – alma, “lleva a la adoración hedonista del cuerpo que hoy vivimos, que ya no es persona, sino algo exento, pretexto de belleza, dietas, concursos de culturismo, modas, un objeto desalmado”, y que “le salió el tiro por la culata a la Iglesia en otro punto: su reiterado y secular menosprecio de lo físico frente al dogma más original de los suyos: el que alejó de San Pablo a los aeropagitas: la resurrección de la carne. Los cuerpos gloriosos en contacto con la divinidad, que aniquila la muerte y transforma en eterno lo corruptible. ¡Qué pasada!”

No, no es cierta tal imputación, y en esta Semana Santa que acaba de terminar, la Iglesia, como cada año, ha vuelto a conmemorar como un suceso actual la pasión y muerte de Jesús, y también su resurrección gloriosa, que es la verdad culminante de la fe en Cristo, y parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz.

La resurrección de Jesús no es solo un acontecimiento histórico – en cuanto tiene su inicio en la historia y concretas manifestaciones históricas-, creído y vivido por la primera comunidad cristiana como una verdad central, y recogido muy tempranamente por San Pablo, en su primera Carta a los Corintios (57 d.C.), como una verdad aceptada desde antes en la Tradición apostólica, al transmitir lo que él mismo recibió [1 Cor. 15, 3-8): “…que Cristo murió por nuestros pecados…; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las escrituras…; y que se apareció a Cefas, y después a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía y algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles.”, y por último, como a un abortivo, dice San Pablo - que había sido un perseguidor implacable de los cristianos hasta su encuentro con el Resucitado  en el camino de Damasco -, también se le apareció a él. Creer en la resurrección de Jesús y en la resurrección de los muertos ha sido, desde sus comienzos, un elemento esencial de la fe cristiana, hasta el punto de poder afirmar que somos cristianos por creer en ella. Y es que nada tendría sentido –si acaso la creación de una especie de ethos superior caracterizado por una exigencia radical, un esfuerzo moral extremo expresado en el mandamiento de “amar como yo os he amado”, es decir, hasta el extremo de dar la propia vida por el prójimo- si todo hubiera terminado con la muerte de Jesús, si no fuera por su resurrección,  porque  dice San Pablo, [1 Cor. 15, 12:32]- “si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe… si tenemos puesta la esperanza en Cristo solo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres… Si los muertos no resucitan de ninguna manera, ¿para qué se bautizan por ellos? Y nosotros ¿para qué nos ponemos continuamente en peligro? …Si por miras humanas luché contra bestias en Éfeso, ¿de qué me sirve? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos.”

No, no es cierto que la Iglesia haya olvidado nunca la resurrección de la carne, que profesa solemnemente en el Credo, y lo que enseña (Compendio del Catecismo, 202-205) es, precisamente, que “La carne es soporte de la salvación” porque “creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne”, porque “el estado definitivo del hombre no está solamente en el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida” porque creemos que “así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible: los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5, 29)”.  ¡Es verdad, es una “pasada”! El hombre Jesús, con su mismo cuerpo (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II), pertenece desde su resurrección a la esfera de lo divino y eterno, y en adelante, como dijo Tertuliano en una ocasión, “espíritu y sangre tienen sitio en Dios”, porque aunque el hombre, por su naturaleza, es creado para la inmortalidad, solo a partir de ahora el lugar de su alma inmortal encuentra su “espacio”, esa “corporeidad” en la que la inmortalidad adquiere sentido en cuanto comunión con Dios y la humanidad entera reconciliada; el cuerpo transformado de Cristo es el lugar en el que los hombres entran en comunión con Dios y entre ellos, y así pueden vivir definitivamente en la plenitud de la vida indestructible.

No, no sabemos exactamente cómo será, y puesto que no tenemos una experiencia directa de ese nuevo ámbito de la vida que significa un ser con Dios, no nos debe sorprender que supere todo lo que podemos imaginar, y tampoco nos debe escandalizar que la resurrección de los muertos, y todavía más la resurrección de la carne y la vida eterna –que somos incapaces de imaginar mas que como una interminable sucesión de días, una idea tan insoportable como alejada de lo que debe ser-, hayan suscitado incredulidad, cuando no rechazo o burla (Luciano de Samosata, “De morte peregrini”, 170 d.C.), desde los comienzos del cristianismo hasta ahora. Y no solo de paganos, ateos, o comecuras militantes. Hay que recordar que la citada carta de San Pablo se dirige a la comunidad cristiana de Corinto -una ciudad muy rica, con una gran influencia de la cultura griega- en cuyo seno algunos pusieron en duda la resurrección de los muertos, y que, también hoy, hay cristianos que viven como los atenienses y forasteros que frecuentaban el Aerópago, [Hechos 17, 32] “que no se dedicaban a otra cosa que a decir o a escuchar algo nuevo”, y que “cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos unos se echaron a reír y otros dijeron: - “Te escucharemos sobre eso en otra ocasión.”

¿En qué medida tenemos algo de esos “aeropagitas”, ansiosos de novedades que, a veces, aceptamos mansamente, al tiempo que rechazamos aquello que desconocemos o no entendemos, aunque no hayamos hecho nada por conocerlo o entenderlo, o que no nos parece bien, aunque seamos incapaces de justificar o argumentar el por qué, más allá  de nuestro propio gusto, prejuicio o interés?

Acaba de comenzar la Pascua, un tiempo –50 días- entre los Domingos de Resurrección y Pentecostés, en el que la Iglesia celebra con alegría, como si se tratara de un solo y único día festivo, como un gran domingo, el paso de la muerte a la vida del Hijo de Dios; es un buen momento para ser conscientes de la fe que profesamos – me dirijo, como es obvio, a los cristianos –, porque es verdad que, como decía ese escritor, es una “pasada”, así que empecemos ya a disfrutarla.

¡Feliz Pascua! 

jueves, 7 de abril de 2011

Aborto: subjetividad, neutralidad y otros sofismas.

Han transcurrido poco más de 25 años desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica 9/1985 de 5 de julio, de despenalización parcial del aborto en España, y desde entonces su número no ha dejado de crecer, hasta convertirse en la principal causa de muerte en España, con cerca de un millón y medio de abortos practicados, a un ritmo que supera los cien mil anuales desde 2006, una cifra inimaginable cuando se planteó esa reforma.

Desde entonces, y pese a lo que sería razonable esperar, la oposición y contestación al aborto no solo se fue diluyendo con el paso de los años hasta dejar de ser cuestionado, prácticamente, en ámbitos políticos, mediáticos, y en buena parte de la sociedad, sino que cuando ya no se pudo ocultar el escándalo de las cifras, ni la sordidez y la truculencia de lo que estaba ocurriendo, una historia de horror gore denunciada por la prensa internacional, se utilizaron esas mismas cifras y esos mismos hechos para obviar el debate “aborto sí / aborto no", que circunscribieron a un pequeño sector etiquetado como “católico-ultraconservador” (¿tendremos que incluir bajo esa etiqueta a Gustavo Bueno o a Norberto Bobbio?), y para justificar la necesidad de su ampliación mediante una ley de plazos, que se llevó a efecto por Ley Orgánica 2/2010 de 3 de marzo, de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo.

Oigo a la ministra Leire Pajín (31/03/2011) argumentar en defensa de esa ley de plazos que por primera vez desde que se tienen datos ha bajado el número de abortos en 2009, y es cierto, de 115.812 en 2008 a 111.482 en 2009; pero la nueva Ley entró en vigor el 5 de julio de 2010, ¿cómo puede hablar de éxito, y cómo lo puede atribuir a la nueva Ley?

No importa, nunca ha importado la coherencia de la argumentación tratándose del aborto, y es fácil que entre quienes lo justifican argumenten, contradictoriamente, que es una grave decisión que solo concierne a la mujer, y que equivale a eliminar un pólipo; que tratándose de un especie protegida, una vez iniciado su ciclo vital se trata de un ser vivo de esa especie protegida, cualquiera que sea su grado de desarrollo, cuestionándolo cuando se trata de un ser humano; o que es para garantizar y proteger adecuadamente la vida prenatal que se permita su libre eliminación sin más requisitos, durante las primeras 14 semanas, que la simple voluntad / deseo de la madre, la otra parte, cuyos intereses en conflicto con la vida que porta prevalecen, a costa de esa vida, argumentando que es una cuestión puramente subjetiva que solo concierne a la madre porque, dicen, al fin y al cabo a nadie se obliga a abortar… ¡vaya un argumento, faltaría más!

No, no se puede aceptar que el aborto sea una cuestión subjetiva, porque ni la ciencia, ni el concepto de persona, ni el derecho a la vida pueden ser subjetivos; porque, como dice Gustavo Bueno [“El fundamentalismo democrático”],“La vida de ese hijo que tiene ya una identidad singularizada no tiene nada que ver con que otra persona, aunque sea su madre, lo desee o lo deje de desear…¿qué le importa al germen, al embrión, al feto o al infante, que tienen una vida individual propia y autónoma respecto de la madre, el no haber sido deseado por ella?”; y sin embargo se utiliza el argumento de la subjetividad de la decisión, para exigir la “neutralidad”, del padre, que simplemente no existe, del resto de la sociedad y del Estado.  Pero ¿es posible realmente esa neutralidad?

Decía Ortega y Gasset que “Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Incluso cuando nos abandonamos a lo que venga, hemos decidido no decidir.”

No existe, no puede existir la neutralidad, porque quien decide ser “neutral” y no pronunciarse ante la violencia, favorece por omisión a quien la ejerce, y puesto que el aborto es siempre un acto violento, quien apoya la “libre elección” y lo remite al ámbito subjetivo de la madre, lo que hace es favorecer y apoyar el aborto. Por la misma razón, ni el Estado ni las leyes pueden ser neutrales, porque cuando una ley aprueba o reprueba una actividad o comportamiento no se refiere a cuestiones puramente subjetivas, que no precisan ser reguladas, e impone o postula criterios sociales de comportamiento, y puesto que hay un ser vivo de la especie humana, sea embrión, feto o infante, con una vida individual propia y autónoma respecto de la madre, es evidente la dimensión pública del aborto y es inevitable que el Estado se pronuncie, sancionando o protegiendo.

No, no puede haber neutralidad cuando desde un punto de vista científico no cabe la menor duda de que se trata de un ser humano, y desde un punto de vista jurídico, político y social también, como pone de manifiesto la misma existencia de una ley del aborto, que carecería de sentido si no tuviera por objeto regular en qué condiciones es posible darle muerte; y aunque hay quien desde posiciones pro-abortistas plantea un debate filosófico, político y jurídico acerca de a partir de cuando puede ser considerado “persona” ese ser vivo de la especie humana para concederle u otorgarle, en definitiva, la titularidad del derecho a la vida, sorprende que en una sociedad como la nuestra, tan garantista para tantas cosas, se haya impuesto el principio “in dubio contra…”, obviando que cualquier momento posterior al día uno de la concepción es siempre arbitrario, que dar muerte es dar muerte, y no hay equidistancia por permitirlo solo durante un plazo.

Mientras trato de ordenar las ideas y escribir estas líneas, leo en la prensa, el pasado 21 de marzo, que el abogado general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, Yves Bot, ha dictaminado que las células embrionarias que tienen capacidad de desarrollarse hasta formar un ser humano deben calificarse jurídicamente como embriones humanos y, por tanto, no se pueden patentar. Habrá que esperar a la decisión del Tribunal, pero la noticia es acogida con natural alivio y alegría de unos, discreto rechazo de otros, como exige la naturaleza de sus intereses (industria del aborto, industria genética -de humanos-, ideólogos de género, etc.) que califican de “progreso” y “avance” de la Humanidad, y la indiferencia de una inmensa mayoría que, o no se ha enterado, ocupada en otras cosas, o no le importa que haya quien ha pretendido patentar un ser humano y, ante la negativa de la oficina de patentes, ha acudido a los Tribunales.

¿Cómo es posible que individual y colectivamente se haya dejado de percibir el aborto como la eliminación de un ser humano o, simplemente, no se le conceda ningún valor a esa vida más allá de la abstracción formalista a que ha quedado reducida su declaración por el Tribunal Constitucional como “un bien jurídico protegible”? ¿Cómo es posible tanto silencio indiferente? ¿Llenaremos el vestíbulo de los ignavos?

Leo en la “Teoría pura de la República”, de Antonio García Trevijano, que “Entendida como contraria a la mentira, la verdad está proscrita por el poder Estatal. En virtud del principio universal del mínimo esfuerzo la falacia política anida en el reino de la sociedad gobernada. Y en virtud de otro principio universal, el de la adaptación al medio, las conciencias deciden vivir enajenadas, como si la mentira fuera verdad, hasta que el hábito suprime el como si, y lo sustituye por el así sea hebraico. El desmesurado afán de tranquilidad hace de la mentira verdad y funda el imperio de la falsedad …el deseo de querer estar en la verdad cede el paso a la querencia social de permanecer en el engaño.” La verdad es que no se refiere al aborto, pero da una razón de la sociedad líquida en que nos hemos convertido, enajenada al fundamentalismo democrático, haciendo verdad la mentira a golpe de definición legislativa, calculando el coste/beneficio que reporta cada ser humano, sin apercibirse de que “Si el hombre decide tratarse a sí mismo como materia prima, se convertirá en materia prima, pero no en una materia prima a manipular por sí mismo, como con condescendencia imagina” (C.S. Lewis, “La abolición del hombre”), sino a manipular por la simple apetencia de quienes ostentan y ejercen el poder; y es que lo que se nos presenta como progreso, como  un ámbito ganado a la libertad resulta ser finalmente un yugo que nos sojuzga porque “lo que llamamos el poder del hombre sobre la Naturaleza se revela como un poder ejercido por algunos hombres sobre otros con la naturaleza como instrumento”.

¿Realmente, no nos importa, no tenemos nada que decir?