Se trata de los últimos minutos de la película “La Pasión” (Mel Gibson), una película magnífica que relata, desde la oración en el huerto de los olivos, el misterio de la pasión y muerte de Jesús en la Cruz, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, decía entonces San Pablo [“Los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles.” (1 Cor. 1, 22-23)], y dicen ahora tantos otros alejados de la fe, y termina con su resurrección de entre los muertos.
Decía un escritor – Antonio Gala - en la columna de un diario nacional desde la que, desde hace años, lanza sus diatribas contra la Iglesia Católica, que separar la persona en dos enemistades, con referencia a la dualidad cuerpo – alma, “lleva a la adoración hedonista del cuerpo que hoy vivimos, que ya no es persona, sino algo exento, pretexto de belleza, dietas, concursos de culturismo, modas, un objeto desalmado”, y que “le salió el tiro por la culata a la Iglesia en otro punto: su reiterado y secular menosprecio de lo físico frente al dogma más original de los suyos: el que alejó de San Pablo a los aeropagitas: la resurrección de la carne. Los cuerpos gloriosos en contacto con la divinidad, que aniquila la muerte y transforma en eterno lo corruptible. ¡Qué pasada!”
No, no es cierta tal imputación, y en esta Semana Santa que acaba de terminar, la Iglesia, como cada año, ha vuelto a conmemorar como un suceso actual la pasión y muerte de Jesús, y también su resurrección gloriosa, que es la verdad culminante de la fe en Cristo, y parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz.
La resurrección de Jesús no es solo un acontecimiento histórico – en cuanto tiene su inicio en la historia y concretas manifestaciones históricas-, creído y vivido por la primera comunidad cristiana como una verdad central, y recogido muy tempranamente por San Pablo, en su primera Carta a los Corintios (57 d.C.), como una verdad aceptada desde antes en la Tradición apostólica, al transmitir lo que él mismo recibió [1 Cor. 15, 3-8): “…que Cristo murió por nuestros pecados…; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las escrituras…; y que se apareció a Cefas, y después a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía y algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, después a todos los apóstoles.”, y por último, como a un abortivo, dice San Pablo - que había sido un perseguidor implacable de los cristianos hasta su encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco -, también se le apareció a él. Creer en la resurrección de Jesús y en la resurrección de los muertos ha sido, desde sus comienzos, un elemento esencial de la fe cristiana, hasta el punto de poder afirmar que somos cristianos por creer en ella. Y es que nada tendría sentido –si acaso la creación de una especie de ethos superior caracterizado por una exigencia radical, un esfuerzo moral extremo expresado en el mandamiento de “amar como yo os he amado”, es decir, hasta el extremo de dar la propia vida por el prójimo- si todo hubiera terminado con la muerte de Jesús, si no fuera por su resurrección, porque – dice San Pablo, [1 Cor. 15, 12:32]- “si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe… si tenemos puesta la esperanza en Cristo solo para esta vida, somos los más miserables de todos los hombres… Si los muertos no resucitan de ninguna manera, ¿para qué se bautizan por ellos? Y nosotros ¿para qué nos ponemos continuamente en peligro? …Si por miras humanas luché contra bestias en Éfeso, ¿de qué me sirve? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos.”
No, no es cierto que la Iglesia haya olvidado nunca la resurrección de la carne, que profesa solemnemente en el Credo, y lo que enseña (Compendio del Catecismo, 202-205) es, precisamente, que “La carne es soporte de la salvación” porque “creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne”, porque “el estado definitivo del hombre no está solamente en el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida” porque creemos que “así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible: los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5, 29)”. ¡Es verdad, es una “pasada”! El hombre Jesús, con su mismo cuerpo (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II), pertenece desde su resurrección a la esfera de lo divino y eterno, y en adelante, como dijo Tertuliano en una ocasión, “espíritu y sangre tienen sitio en Dios”, porque aunque el hombre, por su naturaleza, es creado para la inmortalidad, solo a partir de ahora el lugar de su alma inmortal encuentra su “espacio”, esa “corporeidad” en la que la inmortalidad adquiere sentido en cuanto comunión con Dios y la humanidad entera reconciliada; el cuerpo transformado de Cristo es el lugar en el que los hombres entran en comunión con Dios y entre ellos, y así pueden vivir definitivamente en la plenitud de la vida indestructible.
No, no sabemos exactamente cómo será, y puesto que no tenemos una experiencia directa de ese nuevo ámbito de la vida que significa un ser con Dios, no nos debe sorprender que supere todo lo que podemos imaginar, y tampoco nos debe escandalizar que la resurrección de los muertos, y todavía más la resurrección de la carne y la vida eterna –que somos incapaces de imaginar mas que como una interminable sucesión de días, una idea tan insoportable como alejada de lo que debe ser-, hayan suscitado incredulidad, cuando no rechazo o burla (Luciano de Samosata, “De morte peregrini”, 170 d.C.), desde los comienzos del cristianismo hasta ahora. Y no solo de paganos, ateos, o comecuras militantes. Hay que recordar que la citada carta de San Pablo se dirige a la comunidad cristiana de Corinto -una ciudad muy rica, con una gran influencia de la cultura griega- en cuyo seno algunos pusieron en duda la resurrección de los muertos, y que, también hoy, hay cristianos que viven como los atenienses y forasteros que frecuentaban el Aerópago, [Hechos 17, 32] “que no se dedicaban a otra cosa que a decir o a escuchar algo nuevo”, y que “cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos unos se echaron a reír y otros dijeron: - “Te escucharemos sobre eso en otra ocasión.”
¿En qué medida tenemos algo de esos “aeropagitas”, ansiosos de novedades que, a veces, aceptamos mansamente, al tiempo que rechazamos aquello que desconocemos o no entendemos, aunque no hayamos hecho nada por conocerlo o entenderlo, o que no nos parece bien, aunque seamos incapaces de justificar o argumentar el por qué, más allá de nuestro propio gusto, prejuicio o interés?
Acaba de comenzar la Pascua, un tiempo –50 días- entre los Domingos de Resurrección y Pentecostés, en el que la Iglesia celebra con alegría, como si se tratara de un solo y único día festivo, como un gran domingo, el paso de la muerte a la vida del Hijo de Dios; es un buen momento para ser conscientes de la fe que profesamos – me dirijo, como es obvio, a los cristianos –, porque es verdad que, como decía ese escritor, es una “pasada”, así que empecemos ya a disfrutarla.
¡Feliz Pascua!