El pasado día 21 de
marzo se celebró el Día Mundial del Síndrome de Down, y este pasado fin de
semana hubo diversos actos, carreras solidarias, etc. para celebrar un día que
está en proceso de extinción, como aquellos que están afectados por este
síndrome, sometidos a un genocidio silencioso mediante técnicas de detección
precoz y aborto selectivo, sin olvidar las víctimas de una “medicina defensiva”
más preocupada por evitar las reclamaciones judiciales que por salvar vidas, y
que aplica la presunción de culpabilidad y condena a muerte ante cualquier
atisbo de que un niño pudiera padecerlo, porque al fin y al cabo ¿quién se va a
enterar, y a quién importa? La cuestión me trae a la memoria otro suceso
reciente, la noticia que el pasado 15 de marzo publicaba algún medio de una
polémica en Australia por la decisión de una pareja de abortar a su hijo en el
séptimo mes de embarazo, en lo que más que un aborto podría calificarse de
infanticidio, porque el niño presentaba una malformación en la mano izquierda,
una discapacidad que, por supuesto, no ponía en riesgo la vida de la madre y para
la que existen tratamientos quirúrgicos correctores; pero aunque así no fuera lo
más difícil es entender la razón que dio para justificar tal decisión: la razón,
como con los niños con síndrome de Down, era la compasión. La madre explicaba
su decisión de abortar a su bebé en un conocido medio de comunicación
australiano, Fairfax Media, afirmando que ella creció en China “con muchas personas que eran discapacitadas,
y… había discriminación”, y que “no
quería que mi hijo fuera discriminado. El problema es… obvio, porque está en
los dedos, y pienso que el niño habría tenido una vida muy dura.”
La noticia está en la línea de una
conversación, recogida por Fabrice Hadjadj
en uno de sus libros [“Tenga usted éxito con su muerte”], con una chica que
quiere abortar que, tiene el mismo trasfondo compasivo que el anterior, y que
es muy ilustrativa:
“–Yo
sería para él una madre demasiado mala, estaría resentida con él por haberme
estropeado los estudios, me avergonzaría de estar resentida con él…prefiero
sufrir yo en lugar de verlo sufrir a él. No quiero que sufra por no haber sido
deseado. No quiero que sufra por mis reproches durante toda su vida.”
“–
Podrías - replica mi mujer - dar en adopción a ese hijo, podría ser feliz en otra familia.”
“–
De ninguna manera ¿Lo iba a llevar en mí nueve meses para darlo después? ¿Qué clase
de madre sería? Saber que a mi hijo lo educan otros, ¡sería insoportable! Y
pensando en él, ser adoptado no sería bueno para su equilibrio psíquico.”
Confiesa el autor que se quedaron
sin habla ante tanta solicitud, como me quedé yo ante la muerte de un inocente
para evitarle una hipotética discriminación y un futuro trauma infantil, y es
que en esta “sociedad del crimen perfecto” ya no es necesario que un tirano imponga
la muerte de los “imperfectos” por mor de una raza superior, lo hacemos
nosotros solos, con nuestros propios hijos, por altruismo, por compasión, para
evitarles sufrir. Como en “Arsénico por compasión”, una comedia disparatada en
la que dos encantadoras ancianitas se dedican a acabar a base de arsénico con
la vida de hombres solteros para evitar que sufran de soledad, a fuerza de ser
caritativos y humanitarios hay a quien no le importa acabar con la vida de otro
para evitar que sufra, como si la vida de quien tal cosa dispone estuviera
libre de sufrimientos, y dan un paso voluntario al frente dispuestos a llevar
sobre sí tal carga con tal de evitársela a su propio hijo.
Por supuesto habrá quien elimine a
esos seres humanos por padecer real o presuntamente el Síndrome de Down, o
cualquier otra afección o discapacidad, porque no son el producto perfecto y
acabado que querían para sí, o simplemente por tener uno u otro sexo, como se
ha defendido en Gran Bretaña desde un planteamiento que, hay que reconocer, es
plenamente coherente con los postulados pro-choice: «Si las mujeres no son felices con el sexo de
los hijos, pueden abortar (…). O aceptamos hasta el fondo cada elección de la
madre, o no lo hacemos…No puedes ser pro choice, salvo cuando la elección no te
gusta»; pero no, no me refiero
ahora a quienes esgrimen este tipo de razones, sino a aquellos que sustentan su
decisión en una virtud humana y cristiana tan maravillosa como es la compasión,
una virtud que nace del amor al otro.
Decía Chesterton (Ortodoxia,
Capt. III), que “la gente de hoy no es perversa;
en cierto sentido aun pudiera decirse que es demasiado buena: está llena de
absurdas virtudes supervivientes. Cuando alguna teoría religiosa es sacudida,
como lo fue el cristianismo en la reforma, no solo los vicios quedan sueltos.
Claro que los vicios quedan sueltos y vagan causando daños por todas partes;
pero también quedan sueltas las virtudes, y estas vagan con mayor desorden y
causan todavía mayores daños. Pudiéramos decir que el mundo moderno está
poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han
vuelo locas, de sentirse aisladas y de verse vagando solas.”
Pues parece claro que es eso precisamente
lo que le ha pasado a la compasión, una virtud que despojada de su raíz, que es
el amor, se desquicia, se vuelve loca, y como en esa comedia disparatada, “Arsénico
por compasión” – siendo un disparate, pero no una comedia - termina convirtiéndose,
no solo en un argumento para acabar con una vida ajena, sino, de cara a la
sociedad, en causa de mayores daños que su al menos sincero y reconocible contrario.