domingo, 20 de mayo de 2012

“Cerrar la puerta a toda maquinación contra la verdad”


Escuchaba hace unos días una explicación de las palabras de Jesús a Felipe (Jn 14,7-14) cuando le dice “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’?… Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre está en mí;” que por la  simplificación que entrañaba me recordó cuando, hace ya un tiempo, oí que la Trinidad era una forma de decir, no que haya tres personas cuya comunión constituye un solo Dios –Amor, sino un solo Dios al que llamamos Padre en tanto es creador del mundo, Hijo en tanto que salvador, y Espíritu Santo en tanto que glorifica al mundo redimido, lo que al final es tanto como negar la Trinidad, y eso me vino a recordar el interés de un amigo por el Concilio de Calcedonia, por razones que, creo, bien podrían extrapolarse a cualquier otro Concilio, porque al final la cuestión es si no sería más que un instrumento meramente humano – como un Parlamento – surgido de la necesidad de fijar una doctrina ante diversas interpretaciones, igualmente válidas, de distintas comunidades cristianas.

No, no es así, porque no todas las interpretaciones son igualmente válidas, y aunque la razón última requiera de la fe, sí que se puede intentar dar razón del papel y la necesidad de ese magisterio extraordinario que a veces ejerce la Iglesia por medio de los Concilios para mantener la integridad de la verdad revelada y preservarla, y preservarnos, del error.

Decía hace poco más de un año, en la entrada ”Aeropagitas”, que la Resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico, creído y vivido por la primera comunidad cristiana como una realidad que no pueden dejar de transmitir porque, como dicen Pedro y Juan al Sanedrín cuando les prohíben hablar y enseñar en nombre de Jesús, “Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a  vosotros más que a Dios; porque nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” [Hechos 4, 19-20]; y todo eso que vieron y oyeron y que empezaron a transmitir oralmente, aparece muy pronto por escrito para “…poner en orden la narración de las cosas que se han cumplido entre nosotros, conforme nos las transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares…”, dice San Lucas al comienzo de su Evangelio; entre esos hechos el Nuevo Testamento está llenó de expresiones trinitarias que confirman la unidad de las tres personas divinas, y da cuenta de la doble naturaleza, humana y divina, de Jesús, segunda persona de la Trinidad, que aparece como verdadero Dios y verdadero hombre.

La cuestión es que los apóstoles y los primeros discípulos, que simplemente vivían la fe que les había sido revelada, muy pronto se vieron compelidos a intentar explicar e ilustrar las realidades centrales de su fe, a dar razón de ella, y de hecho los cristianos hicieron desde los primeros tiempos un gran esfuerzo para entender racionalmente y expresar en lenguaje humano, en cuanto es posible que la mente humana lo capte y las palabras lo expresen, la verdad revelada por Dios. Pero en ese desarrollo histórico no todos acertaron, y ante los errores enunciados por algunos la Iglesia fue formulando progresivamente la doctrina de la fe a través de su Magisterio, misión que tiene una directa referencia evangélica, entre otras, en el mandato de Jesús a los apóstoles, “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”, y consiste no en “crear” dogmas, como alguno podría pensar, porque la Iglesia no ha inventado ninguno, sino en custodiar, profundizar, exponer y difundir la verdad revelada o “Depósito de la Fe” contenido en la Sagrada Escritura y en la Tradición.

El Colegio Episcopal reunido en concilio ecuménico, y siempre en unión con su Cabeza, el Romano Pontífice, ejerce ese Magisterio de forma solemne, extraordinaria e infalible cuando interpreta con autoridad la Sagrada Escritura, define los dogmas de la fe  - es decir, delimita las verdades reveladas –, y condena los errores doctrinales.

Hubo que empezar muy pronto, y si los Hechos de los Apóstoles ya recogen el conflicto con los judaizantes (cristianos de origen judío de la secta de los fariseos que pretendían la circuncisión de los cristianos que provenían de los gentiles) en Antioquía, que se resuelve en el Concilio de Jerusalén (49-50 d.C.), también muy pronto hubo que atajar intentos de sincretismo como  el gnosticismo - al que se refiere San Juan -, que fue un intento de fusionar algunas ideas cristianas con la filosofía griega (neoplatonismo) y el dualismo oriental (persa, egipcio e incluso hindú), y hubo que enfrentarse a herejías que tenían en común la “firma de autor" y el deseo de simplificar para hacer  más accesible la fe a la inteligencia del hombre y así favorecer su adhesión, aunque ello implicara negar la verdad revelada, lo que da lugar a sucesivas definiciones dogmáticas para responder y condenar a las herejías de Arrio (arrianismo), en el Concilio de Nicea (325), de Macedonio (macedonismo) y Apolinar (apolinarismo) en el Concilio de Constantinopla (381) y de Nestorio (nestorianismo) en el Concilio de Éfeso (431).

Los sucesivos errores traen causa del anterior, cada error genera su contrario, y por no remontarnos más, si en Éfeso se condenó la herejía de Nestorio, que había propuesto la teoría de que tanto la naturaleza humana como la divina de Jesús eran tan completas y perfectas que eran en realidad dos personas unidas de forma accidental, algunos de sus opositores - Dioscoros, patriarca de Alejandría, y Eutiques, archimandrita en un monasterio de Constantinopla - enfatizaron tanto la unión del Verbo con la naturaleza humana, que ésta quedaba como absorbida por la naturaleza divina, de modo que en la unión no quedaba sino una sola naturaleza, la divina – de ahí la denominación de monofisismo (del griego mono-physis) -, que implica que Cristo era Dios, pero no era un hombre perfecto. De esta herejía es de la que se ocupa el Concilio de Calcedonia (451), Cuarto Concilio Ecuménico, que publica una profesión de fe que explicita las de Nicea y Constantinopla, especialmente en lo relativo a las dos naturalezas – divina y humana - de Cristo, con el objeto de, como dice su Preámbulo, “cerrar la puerta a toda maquinación contra la verdad”; y la llave que cierra esa maquinaria de los errores se encuentra en esta definición: “Confesamos un solo y mismo Cristo, Hijo, Señor, el único engendrado, reconocido en dos naturalezas, sin confusión, sin transformación, sin división, sin transformación, sin división, sin separación, no siendo en modo alguno suprimida por la unión la diferencia entre las dos naturalezas, sino siendo conservadas más bien y confluyendo la propiedad de una y otra en una sola hipóstasis, un Cristo que no se fracciona ni se divide en dos personas, sino un solo y mismo Hijo, Unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo, según lo que, desde hace mucho tiempo los profetas enseñaron acerca de él, lo que Jesucristo mismo nos ha enseñado, y lo que el Símbolo de los padres nos ha transmitido.”

El Concilio de Calcedonia trató de expresar conceptualmente la unión de la divinidad y la humanidad en Jesucristo – que los primeros cristianos recibieron y transmitieron como un hecho - con la fórmula de que en Él, la única persona del Hijo de Dios lleva consigo y comprende las dos naturalezas, humana y divina, “sin confusión ni división”, preservando así la distancia infinita entre Dios y el hombre: la humanidad permanece humanidad y la divinidad sigue siendo divinidad; la humanidad en Jesús no queda reducida o absorbida por la divinidad, sino que existe por completo como tal y, sin embargo, está sostenida por la persona divina del Logos, y al mismo tiempo en la diversidad no anulada de las naturalezas, con la palabra “única persona” se expresa la unidad radical en la que Dios, en Cristo, ha entrado con el hombre. Pero surge entonces otra cuestión, si en Jesús hay una sola persona ¿puede subsistir la naturaleza humana como tal, en su particularidad y esencia propia, si está sostenida por la persona divina, o sería absorbida necesariamente por lo divino, al menos en su componente superior, la voluntad? Aparece así la última de las grandes herejías cristológicas, el “monotelismo”, que afirma que puesto que la persona en última instancia se manifiesta en la voluntad, si hay una sola persona solo puede haber una voluntad [una persona con dos voluntades sería esquizofrénica], pero en tal caso un hombre sin voluntad ¿es verdaderamente un hombre? ¿Se hizo Dios verdaderamente hombre en Jesús si este hombre resulta que no tenía voluntad?


En muchas partes del Nuevo Testamento aparece reflejada la doble naturaleza, humana y divina de Jesús, y también la respuesta a las preguntas que formulábamos, pero tal vez en ninguna con tanta intensidad como en la escena de la oración en el Huerto de los Olivos, poco antes de ser apresado, a la que se refiere el video que antecede, extraído de la película “La Pasión”, de Mel Gibson, que recoge, creo que de una forma impresionante, esa escena que el Evangelio de San Mateo relata así: “Entonces llega Jesús con ellos a un lugar llamado Getsemaní, y les dice a los discípulos: - Sentaos aquí me voy allí a orar. Y se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, y comenzó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dice: - Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo. Y adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras oraba diciendo: - Padre mío, si es posible, aleja de mi este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú…- Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” [Mateo 26, 36-39].

Explica Benedicto XVI en “Jesús de Nazaret”, a propósito de esta escena, que: “…la naturaleza humana de Jesús no queda amputada por su unidad con el Logos, sino que permanece completa. Y la voluntad es parte de la naturaleza humana. Esta incontestable dualidad de la voluntad humana y divina de Jesús no debe, sien embargo, llevar a la esquizofrenia de una doble personalidad.… Esto significa que en Jesús hay en Jesús la voluntad natural propia de la naturaleza humana, pero hay una sola voluntad de la persona, que acoge en sí la voluntad natural. Y esto es posible sin destruir el elemento esencialmente humano, porque, partiendo de la creación, la voluntad humana está orientada a la divina. Al asumir la voluntad divina , la voluntad humana alcanza su máximo cumplimiento, y no su destrucción. Máximo dice a este propósito que la voluntad humana, según la creación, tiende a la sinergia (a la cooperación) con la voluntad de Dios, pero, a causa del pecado, la sinergia se ha convertido en contraposición. El hombre cuya voluntad se cumple en la adhesión a la voluntad de Dios siente ahora comprometida su libertad por la voluntad de Dios. No ve en el “si” a la voluntad de Dios la posibilidad de ser plenamente él mismo, sino la amenaza a su libertad, contra la cual opone resistencia. El drama del Monte de los Olivos consiste en que Jesús restaura la voluntad natural del hombre de la oposición a la sinergia, y restablece así al hombre en su grandeza. En la voluntad humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia su verdadera esencia. … la transición de la oposición a la comunión de ambas voluntades pasa por la cruz de la obediencia. En la agonía de Getsemaní se cumple este paso. Así la petición: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42) es realmente una oración del Hijo al Padre, en la que la voluntad natural humana ha sido llevada por entero dentro del yo del Hijo, cuya esencia se expresa precisamente en el “no yo, sino tú”, en el abandono total del “Yo” al “Tú” de Dios Padre. Pero este “Yo” ha acogido en sí la oposición de la humanidad y la ha transformado, de modo que ahora todos nosotros estamos presentes en la obediencia del Hijo, hemos sido incluidos en la condición de hijos.”

No, no todas las interpretaciones son igualmente válidas, porque como dice Fabrice Hadjaj [“La fe de los demonios”], después de explicar hasta que punto el principio calcedoniano es un principio nupcial, “Cuando se abandona ese equilibrio nupcial de la verdad no hay ya dos errores genéricos, sino que vienen rodados seis. Tres provienen de la separación, según se opte por uno u otro de los separados, o por su yuxtaposición sin verdadera coyuntura: Cristo es solo un hombre, solo tenía apariencia divina; Cristo solo es un Dios, solo tenía apariencia humana; Cristo es a la vez Dios y hombre pero en dos personas distintas bajo una carne esquizofrénica. Tres provienen de la confusión, según que, en la mezcla, se disminuya una u otra o bien las dos naturalezas: Cristo es Dios que se disminuye para entrar en la naturaleza humana, Cristo es un hombre sin alma, pero cuya alma ha sido reemplazada por el Espíritu de Dios o cuya humanidad se ha disuelto como una gota de miel en el océano de la divinidad; finalmente, Cristo es un semihombre semidiós, reducción y mezcla de las dos en una sola naturaleza inédita.”, y eso no es todo, porque bajo esos errores genéricos aparecen múltiples variantes.

Es que no da igual, y cerrar la puerta a toda maquinación contra la verdad es hoy tan necesario como entonces, no solo porque hay que poner de manifiesto las nuevas formas con que algunos autores – muy del gusto de ambientes e ideologías laicistas y anticlericales – presentan hoy viejos errores, que sólo conducen a callejones sin salida y terminan renegando del mismo Evangelio que dicen defender, sino porque la verdad – defendida y proclamada a través del Magisterio de la Iglesia - es mucho más hermosa.