Sí, soy
católico, ¡y qué! El video que precede a esta líneas bastaría para explicar por
qué me enorgullece - un sano orgullo, porque soy consciente de que la fe
recibida es una gracia, un don inmerecido - pertenecer a la Iglesia Católica, a
ese sujeto único de memoria que nace
de un encuentro que se produce en la historia, con Jesús, el Verbo encarnado, y
que se transmite a lo largo de los siglos por medio de una cadena
ininterrumpida de testimonios que llega hasta nuestro días, y que se prolongará
hasta el fin de los tiempos, por estar en esa “casa del Padre” donde hay un lugar para cada uno con su
vida a cuestas.
Sí, soy
católico, ¡y qué! Pertenezco a la Iglesia Católica y no voy a pedir perdón por
ello, pese a los ataques que día sí, día también, se suceden en todos los
frentes, con todos y por todos los medios, secundados por legiones de personas
que convierten a la Iglesia en el objeto de sus ataques e iras; personas que
quieren y proponen seriamente impedir a los católicos el ejercicio de derechos
fundamentales básicos, como la libertad de conciencia, de opinión y expresión,
o el acceso a cargos públicos, o a determinadas profesiones, o a un comité de
ética, por poner unos ejemplos; personas muchas de ellas que, cuando
coincidiendo en el tiempo con la denuncia de Intermon-Oxfam de que 85 ricos
suman lo mismo que 3.750 millones de pobres, se lanzaron furibundos ataques
contra la Iglesia, participaron gozosamente en difundir y multiplicar el eco de
esos ataques, ayudando a tapar ese escándalo. ¿Casualidad? No creo en esas
casualidades.
Sí, soy
católico, ¡y qué! Es cierto que la Iglesia es antigua, sí, pero no tanto como
aquellos que la atacan; ellos ya existían cuando la Iglesia nació, la
persiguieron desde sus mismos comienzos, y lo siguen y lo seguirán haciendo,
como estaba anunciado (“no es el
discípulo más que el maestro”); y debemos saber que es normal que sea así,
porque la Iglesia pone delante de cada cual un espejo, y da mucha luz, y si la
imagen que descubrimos reflejada no nos gusta, la reacción es, a veces, romper
ese espejo y huir de esa luz, y así creemos que nuestras vergüenzas
permanecen ocultas. No, no es así, y ya lo decía San Pablo (Hb 4,12-13) ”Ciertamente, la palabra de Dios es viva y
eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división
del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los
sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible,
sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de
rendir cuenta.”
Sí, soy
católico, ¡y qué! No podemos saber exactamente cómo sería el mundo si no
hubiera existido la Iglesia, pero sí podemos estar seguros de que sería un
mundo mucho más oscuro y desesperanzado, porque la radical igualdad de todos
los hombres frente a Dios tiene importantes consecuencias en el reconocimiento
de sus derechos y de su dignidad; no en vano los derechos humanos – los
verdaderos, no las reinterpretaciones de algunos comités y organizaciones- son
una traducción laica de lo que ya había fundamentado la Iglesia en el mensaje
de Jesús, y el derecho natural – hoy defendido casi en solitario por la Iglesia
- es una garantía de esos derechos fundamentales frente a otras teorías
jurídicas como el positivismo o el constructivismo. De hecho el olvido de sus
raíces cristianas, y el desprecio del derecho natural, es lo que está detrás de la “reelaboración” de los derechos
humanos y de la implantación de esas otras teorías, que tienen una doble consecuencia,
el descarte de los más débiles (aborto, eutanasia), aunque se vista de
“compasión”, y la aparición y auge de ideologías, de género, ambientalistas,
neomalthusianas, etc., que atacan directamente al hombre y su dignidad.
Sí, soy
católico, ¡y qué! Y por eso estoy en contra de un sistema en el que todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, de un sistema
en el que el poderoso se come a los más débiles, en el que grandes masas de
población se ven excluidas y marginadas, sin trabajos, sin horizonte, y sin
salida; en contra de un sistema que considera al ser humano en sí mismo como un
bien de consumo, que se puede usar y luego tirar, en una “cultura del descarte”
en la que “ya no se trata simplemente del
fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la
exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la
que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder,
sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados” sino desechos,
“sobrantes”. [Evangelii Gaudium]
Sí, soy
católico, ¡y qué! Claro que en la historia de la Iglesia ha habido, y habrá,
episodios oscuros que, no lo perdamos de vista, son protagonizados por personas
que olvidaron el mensaje de Cristo haciendo lo contrario de lo que la Iglesia
manda - al fin y al cabo está integrada por hombres, con sus debilidades, y por
eso todos los días se entona el “yo pecador” en todas las Iglesias del mundo -,
pero eso no debe hacer olvidar todo lo bueno que ha aportado y sigue y seguirá
aportando, en forma de conciencia moral que intenta hacer de freno a esas otras
concepciones que atacan directamente la esencia y la dignidad del hombre, para
descartarlo y excluirlo, o para convertirlo en un “feliz” esclavo consumista al
servicio de los poderosos de este mundo.
Sí, con todas
mis debilidades, deficiencias y pecados, soy católico, ¡y qué!