domingo, 23 de febrero de 2014

Sí, soy católico, ¡y qué!



Sí, soy católico, ¡y qué! El video que precede a esta líneas bastaría para explicar por qué me enorgullece - un sano orgullo, porque soy consciente de que la fe recibida es una gracia, un don inmerecido - pertenecer a la Iglesia Católica, a ese sujeto único de memoria que nace de un encuentro que se produce en la historia, con Jesús, el Verbo encarnado, y que se transmite a lo largo de los siglos por medio de una cadena ininterrumpida de testimonios que llega hasta nuestro días, y que se prolongará hasta el fin de los tiempos, por estar en esa “casa del Padre” donde hay un lugar para cada uno con su vida a cuestas.    

Sí, soy católico, ¡y qué! Pertenezco a la Iglesia Católica y no voy a pedir perdón por ello, pese a los ataques que día sí, día también, se suceden en todos los frentes, con todos y por todos los medios, secundados por legiones de personas que convierten a la Iglesia en el objeto de sus ataques e iras; personas que quieren y proponen seriamente impedir a los católicos el ejercicio de derechos fundamentales básicos, como la libertad de conciencia, de opinión y expresión, o el acceso a cargos públicos, o a determinadas profesiones, o a un comité de ética, por poner unos ejemplos; personas muchas de ellas que, cuando coincidiendo en el tiempo con la denuncia de Intermon-Oxfam de que 85 ricos suman lo mismo que 3.750 millones de pobres, se lanzaron furibundos ataques contra la Iglesia, participaron gozosamente en difundir y multiplicar el eco de esos ataques, ayudando a tapar ese escándalo. ¿Casualidad? No creo en esas casualidades.

Sí, soy católico, ¡y qué! Es cierto que la Iglesia es antigua, sí, pero no tanto como aquellos que la atacan; ellos ya existían cuando la Iglesia nació, la persiguieron desde sus mismos comienzos, y lo siguen y lo seguirán haciendo, como estaba anunciado (“no es el discípulo más que el maestro”); y debemos saber que es normal que sea así, porque la Iglesia pone delante de cada cual un espejo, y da mucha luz, y si la imagen que descubrimos reflejada no nos gusta, la reacción es, a veces, romper ese espejo y huir de esa luz, y así creemos que nuestras vergüenzas permanecen ocultas. No, no es así, y ya lo decía San Pablo (Hb 4,12-13) ”Ciertamente, la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta.”

Sí, soy católico, ¡y qué! No podemos saber exactamente cómo sería el mundo si no hubiera existido la Iglesia, pero sí podemos estar seguros de que sería un mundo mucho más oscuro y desesperanzado, porque la radical igualdad de todos los hombres frente a Dios tiene importantes consecuencias en el reconocimiento de sus derechos y de su dignidad; no en vano los derechos humanos – los verdaderos, no las reinterpretaciones de algunos comités y organizaciones- son una traducción laica de lo que ya había fundamentado la Iglesia en el mensaje de Jesús, y el derecho natural – hoy defendido casi en solitario por la Iglesia - es una garantía de esos derechos fundamentales frente a otras teorías jurídicas como el positivismo o el constructivismo. De hecho el olvido de sus raíces cristianas, y el desprecio del derecho natural, es lo que está  detrás de la “reelaboración” de los derechos humanos y de la implantación de esas otras teorías, que tienen una doble consecuencia, el descarte de los más débiles (aborto, eutanasia), aunque se vista de “compasión”, y la aparición y auge de ideologías, de género, ambientalistas, neomalthusianas, etc., que atacan directamente al hombre y su dignidad.

Sí, soy católico, ¡y qué! Y por eso estoy en contra de un sistema en el que todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, de un sistema en el que el poderoso se come a los más débiles, en el que grandes masas de población se ven excluidas y marginadas, sin trabajos, sin horizonte, y sin salida; en contra de un sistema que considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar, en una “cultura del descarte” en la que “ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados” sino desechos, “sobrantes”. [Evangelii Gaudium]

Sí, soy católico, ¡y qué! Claro que en la historia de la Iglesia ha habido, y habrá, episodios oscuros que, no lo perdamos de vista, son protagonizados por personas que olvidaron el mensaje de Cristo haciendo lo contrario de lo que la Iglesia manda - al fin y al cabo está integrada por hombres, con sus debilidades, y por eso todos los días se entona el “yo pecador” en todas las Iglesias del mundo -, pero eso no debe hacer olvidar todo lo bueno que ha aportado y sigue y seguirá aportando, en forma de conciencia moral que intenta hacer de freno a esas otras concepciones que atacan directamente la esencia y la dignidad del hombre, para descartarlo y excluirlo, o para convertirlo en un “feliz” esclavo consumista al servicio de los poderosos de este mundo.

Sí, con todas mis debilidades, deficiencias y pecados, soy católico, ¡y qué!

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