jueves, 20 de septiembre de 2012

La humillación de Heraclio



El pasado 14 de septiembre, como cada año, celebró la Iglesia la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, día en el que se recuerda la restitución de la Santa Cruz a Jerusalén, tras ser recuperada de los persas por el emperador Heráclio (Flavius Heraclius Augustus), una historia que nos enseña algo importante.

Cuenta la Historia que Cosroes II, rey persa de la dinastía de los sasánidas, que accedió al trono de manos del emperador bizantino Mauricio, rompió la alianza entre ambos imperios al ser asesinados dicho emperador y toda su familia por Focas, en noviembre del año 602, y aprovechó para atacar al imperio bizantino, reconquistando la provincia de Mesopotamia, tomando Damasco en el año 613, y Jerusalén en el año 614, causando graves daños a la Iglesia del Santo Sepulcro y llevándose consigo la Vera Cruz como trofeo que, se dice, colocó en el escabel de su trono para demostrar su desprecio por los cristianos. Mientras tanto, depuesto y ejecutado el emperador Focas por Heraclio, que fue proclamado emperador del imperio bizantino en el año 610, comenzó una serie de campañas contra el imperio persa, al principio desastrosas, pues los persas conquistaron Palestina y Egipto, devastaron Anatolia, y llegaron hasta las misma puertas de Constantinopla; acordada la paz a cambio de onerosas condiciones - un tributo anual de mil talentos de oro, mil talentos de plata, mil vestidos de seda, mil caballos y mil vírgenes para el rey persa -, el emperador Heraclio la utilizó para reconstruir el ejercito imperial, y el 5 de abril del año  622 partió de Constantinopla, agrupó sus fuerzas en Asia Menor, y lanzó una nueva contraofensiva que, en sucesivas campañas a lo largo de varios años, le llevó hasta las mismas puertas de Ctesifonte, la capital del imperio persa; el rey Cosroes II fue depuesto y asesinado tras un golpe de estado dirigido por su hijo Kavdad II que inmediatamente buscó un acuerdo de paz, aceptando la retirada de todos los territorios ocupados, un golpe del que el imperio persa ya no se recuperó.

Hasta aquí la pincelada histórica para ubicarse, y ahora la historia que me interesa.

El hecho es que la Santa Cruz fue recuperada, y restaurada a su ubicación en Jerusalén en el año 630, en una ceremonia majestuosa en la que el emperador Heraclio, con toda la pompa propia del esplendor imperial bizantino, quiso cargar con la Cruz, como había hecho Cristo a través de la ciudad, pero tan pronto puso el madero al hombro e intentó avanzar hacia el recinto sagrado, no pudo hacerlo y quedó paralizado. El patriarca de Jerusalén, Zacarías, que iba a su lado, le indicó que todo aquel esplendor imperial era contrario a la humildad y dolores de Cristo cuando iba cargando con la cruz por las calles de Jerusalén; entonces el emperador Heraclio se humilló, y despojado de su atuendo imperial, depuesta la majestad de sus mantos y de su corona, con ceniza en la cabeza, sayal de penitente y descalzo, la cruz se volvió ligera en sus brazos, y pudo avanzar sin dificultad seguido por todo el pueblo hasta dejar la Cruz en el sitio donde antes era venerada.

La soberbia fue la que impidió al emperador Heraclio avanzar con la Santa Cruz como pretendía, y solo su humillación lo hizo posible, y no tiene nada de particular si consideramos que el mal del demonio no consiste en su debilidad por el alcohol o las drogas, o por las obscenidades genitales, ni en un apetito desordenado por los bienes materiales, sino, precisamente, como dice San Agustín [La ciudad de Dios], en que “es infinitamente soberbio y envidioso.”, y es que fue la soberbia (que precede a la envidia) lo que estuvo en el origen de su rebelión contra Dios.

La humildad [del latín “humilitas”, “pegado a la tierra”] es la virtud moral contraria a la soberbia, y es una virtud que, como dice Salvador Canals, “se resiente del valor del nombre que lleva y de las realidades que encierra. Ninguna otra virtud es, en efecto, tan menospreciada y tan poco y mal conocida, tan ignorada y deformada, como esta virtud cristiana…”, porque no equivale a tener angustia o temor, ni a ese vergonzante encogimiento aborregado que ha dado lugar a que se califique la moral cristiana como una moral de esclavos, ni a esa falta modestia que encubre la pereza, sino al reconocimiento por el ser humano de sus limitaciones y debilidades, pero también de sus cualidades y capacidades, para obrar en bien de los demás, reconociendo (lo que implica conocer y amar) su dependencia de Dios, que es siervo elevado a la categoría de hijo de Dios, y es una virtud que es la base sobrenatural de todas las virtudes y, por tanto, camino seguro hacía el Cielo.

No parece a priori difícil porque, normalmente, ni estamos en condiciones de llevar un manto y corona imperiales, ni somos estrellas del firmamento futbolístico, u otros firmamentos, y no nos damos por aludidos (es la misma simplificación que nos lleva a pensar en el demonio con el trazo grueso de las patas de cabra y cuernos con que se le representa, cuando sus intervenciones son bastante más inteligentes y sutiles) y, sin embargo, ¡hay tantas pequeñas manifestaciones de falta de humildad!

Solo a título de ejemplo, traigo a colación el punto 263 de Surco: Déjame que te recuerde, entre otras, algunas señales evidentes de falta de humildad: pensar que lo que haces o dices está mejor hecho o dicho que lo de los demás; querer salirte siempre con la tuya; disputar sin razón o - cuando la tienes-  insistir con tozudez y de mala manera; dar tu parecer sin que te lo pidan, ni lo exija la caridad; despreciar el punto de vista de los demás; no mirar todos tus dones y cualidades como prestados; no reconocer que eres indigno de toda honra y estima, incluso de la tierra que pisas y de las cosas que posees; citarte a ti mismo como ejemplo en las conversaciones; hablar mal de ti mismo, para que formen un buen juicio de ti o te contradigan; excusarte cuando se te reprende; encubrir al Director algunas faltas humillantes, para que no pierda el concepto que de ti tiene; oír con complacencia que te alaben, o alegrarte de que hayan hablado bien de ti; dolerte de que otros sean más estimados que tú; negarte a desempeñar oficios inferiores; buscar o desear singularizarte; insinuar en la conversación palabras de alabanza propia o que dan a entender tu honradez, tu ingenio o destreza, tu prestigio profesional...; avergonzarte porque careces de ciertos bienes...”, y el etcétera que podría añadir cada uno por su cuenta.

No parece tan difícil incurrir en falta de humildad, ¿verdad? Creo que hay que hacérselo ver, examinarse ahora – haremos, además, más grata la vida a los demás -, antes del examen final, que también llegará, y que Dios nos ampare y tenga misericordia.

3 comentarios:

Manolo dijo...

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.

Desde el foro dijo...

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Manolo dijo...

Mateo 20,17-28:
.... «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

¿Existe mayor humildad, viniendo esas palabras del más grande?. En la Biblia encontraremos muchos testimonio de la verdadera humildad, como las Bienaventuranzas, en los Evangelios de Mateo y Lucas, fuentes de inspiración con mensaje claro y directo que atesoran un contenido rico en valores que podríamos y deberíamos utilizar en nuestro entorno más próximo, empezando por nosotros mismos.