sábado, 18 de junio de 2011

Educación y libertad

Comentaba hace unos días Arcadi Espada en Twitter que “En Sol la mayoría de los indignados con la educación, después de largos y agotadores debates, ha optado por defender una “escuela pública, gratuita y laica”, protagonizando - en su opinión - un viaje circular al aprobar en la concentración aquello a favor de lo que, entre otras cosas, surgió la concentración.

No se si es así, lo del viaje circular, pero sí que la defensa de una “escuela pública, gratuita y laica”, no plantearía mayores problemas si no fuera por la confusión que suele acompañar a los conceptos de “publico” y “laico”, que conviene empezar por clarificar para saber de qué estamos hablando. 

Cuando alguien utiliza el término “enseñanza pública” suele referirse a la impartida en centros cuyo titular es una administración pública, frente a la que se imparte en centros cuya titularidad es privada, o bien a aquellos centros que, siendo de titularidad pública o privada concertados, se sostienen con fondos públicos, formando la denominada “red pública de enseñanza”, frente a los que se sostienen exclusivamente con recursos privados. Se trata, en realidad, de una terminología equívoca e ideológicamente no-neutral. Equívoca porque define la enseñanza en base a la propiedad del centro o a la procedencia de los fondos con los que se sostiene, total o parcialmente, cuando la enseñanza pertenece siempre a la esfera de lo público, por el simple hecho de que excede del ámbito de lo privado, por sus destinatarios y sus contenidos, esencialmente comunes, por su orientación al “pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” (art. 27.2 CE), y por estar ambas al servicio del bien común. Y no es neutral, porque quienes defienden la “escuela pública”, parten de la supremacía ética de lo público (que es lo solidario, lo progresista, lo que atiende al interés público y al bien común) sobre lo privado (que es, por el contrario, lo insolidario, lo conservador, lo que solo atiende al interés privado, al bien particular), para sentenciar la superioridad de la enseñanza pública sobre la privada en todos los órdenes.

En cuanto al término “laica” tampoco tendría mayor importancia si no fuera porque quienes defienden esa laicidad (un concepto cristiano que significa la separación de los órdenes temporal y trascendente, que lleva implícita la libertad de religión, y que es positiva porque significa que el Estado no interfiere, sino que respeta la libertad del individuo), suelen propugnar, en realidad, el laicismo, que implica una actitud activa y beligerante contra la religión, y la pretensión de eliminar de la vida social cualquier manifestación de carácter religioso, relegándolas al ámbito de lo privado y a la conciencia individual, obviando que estamos en un Estado aconfesional y que nuestra Constitución garantiza en su art. 16, como un derecho fundamental, la libertad ideológica, ideológica y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público.

El problema es, por tanto, que cuando se dice defender una “escuela pública, gratuita y laica” lo que suele suceder en realidad es que, partiendo de la confusión entre lo público y lo estatal, se está defendiendo un modelo en el que – conculcando el derecho constitucional a la libertad de enseñanza (art. 27.1 CE), y a la libertad de creación de centros docentes (art. 27.6 CE) -  se considera a la denominada enseñanza privada como un mal menor que hay que tolerar, siquiera sea para justificar el respeto a la Constitución y a la Carta de Derechos Fundamentales Unión Europea, “otorgándole” financiación pública - que está justificada, y es obligada, por la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica (art. 27.4 CE, y art. 14.2 de la Carta) y por los citados derechos fundamentales a la libertad de educación y de creación de centros - sólo en la medida en que presta una ayuda subsidiaria y circunstancial (invirtiendo los términos de la relación), en tanto no pueda ser impartida directamente por el Estado.

De hecho, esa orientación, claramente estatalista, es la que recogió la Ley 2/2006 Orgánica de Educación (LOE) actualmente vigente, al definir la educación como un “servicio público” con el que la sociedad debe colaborar (Preámbulo y art. 108.5 LOE), al margen del derecho que asiste a los padres, reconocido por los art. 27.3 CE y 14.3 de la Carta, de que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones religiosas, morales, filosóficas y también pedagógicas, y al margen de la obligación que tienen los poderes públicos de garantizar ese derecho.

Las manifestaciones de esa orientación son muy numerosas y basta con citar, a título de ejemplo, la dificultad para la elección de centro por la zonificación respecto del domicilio, la imposición de la asignatura de “Educación para la Ciudadanía”, o el acoso a la enseñanza diferenciada, una opción pedagógica utilizada en España por algunos centros de ideario Católico, que pretende eliminarse por el Gobierno, con el pretexto de que es discriminatoria, mediante la denominada Ley de Igualdad, actualmente en fase de proyecto, cuando lo exigible sería que la Administración ofertara esa posibilidad, como en otros países más avanzados, en los centros de su titularidad.
 
La enseñanza, tanto la que se imparte en los centros de los que es titular el poder público como en los centros de iniciativa civil o social (termino más apropiado que el de “privada”), pertenece a la esfera de lo público, esfera que sólo desde una posición totalitaria puede concebirse agotada por lo político o lo estatal; y debemos estar prevenidos contra la tendencia de las instituciones políticas a ampliar el ámbito de sus competencias a todos los órdenes de la vida, invadiendo ámbitos familiares o personales que corresponden a las decisiones de las familias y de los ciudadanos, con un intervencionismo injustificado y asfixiante, al concebir las leyes (Fernando Inciarte) “como medios al servicio del último fin político consistente en la conservación del Estado, considerado éste como la norma suprema de moralidad que hay que hacer y observar por  todos los medios.”

Por eso tiene plena vigencia el Preámbulo del Plan de Instrucción Pública de 1836 [su autor, Don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, luchó en la guerra de la independencia contra los franceses, de ideas liberales, fue condenado a muerte por Fernando VII por haber participado en el levantamiento de Riego, huyó a Londres de donde volvió a España en 1834, tras la muerte del rey] cuando afirmaba que “El pensamiento es de suyo lo más libre entre las facultades del hombre; y por lo mismo han tratado algunos gobiernos de esclavizarlo de mil modos; y como ningún medio hay más seguro para conseguirlo que el de apoderarse del origen de donde emana, es decir, de la educación, de aquí sus afanes por dirigirla siempre a su arbitrio, a fin de que los hombres salgan amoldados conforme conviene a sus miras e intereses. Mas si esto puede convenir a los gobiernos opresores, no es de manera alguna lo que exige el bien de la humanidad ni los progresos de la civilización.”

Es algo que nos conviene recordar, a todos, tengamos o no hijos en edad escolar, estemos o no directamente afectados, porque a todos nos afecta de una forma u otra esa concepción estatalista, omnicomprensiva, que pretende legislar y controlar todos los aspectos de nuestra vida; y conviene que lo recordemos aunque solo sea para que no tengamos que lamentar algún día, como en el poema de Martin Niemöller (atribuido a Bertolt Brecht), que “Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada".