Estaba esta mañana releyendo textos, apuntes,
documentos que se van acumulando en el ordenador, con la vaga intención de ir
haciendo una limpieza que permita prolongar su vida, un poco más, cuando he
encontrado un texto de la audiencia general de 25 de abril de 2012 del Papa,
ahora emérito, Benedicto XVI,
en el que explicaba cómo la oración impulsó a la Iglesia de los primeros
tiempos para seguir adelante en medio de las dificultades, y cómo puede ayudar
al hombre de hoy a vivir mejor; “La Iglesia – decía el Pontífice - desde el inicio de su camino,
se ha encontrado con situaciones imprevistas que ha tenido que afrontar, nuevas
cuestiones y emergencias a las que ha tratado de dar respuesta a la luz de la
fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo.”
Es algo que la Iglesia lleva haciendo de forma
ininterrumpida durante su más de dos mil años de historia, en las situaciones
más diversas, y normalmente adversas, lo que por sí solo debería ser suficiente
para, aun cuando no se tenga la gracia de ser creyente, reconocer en ella la
experiencia en “humanidad” acumulada a los largo de los siglos, y la necesidad
de evitar prejuicios para no rechazar de antemano su voz, escucharla, aunque no
se coincida o se discrepe, y no tratar de ahogarla cada vez que llama la
atención sobre aspectos que afectan a la vida, y a la muerte, de los seres
humanos.
No en vano afirmaba Chesterton, [“Razones para la fe”] que “Nueve de cada
diez ideas que llamamos nuevas son simplemente viejos errores. La Iglesia Católica
tiene por una de sus principales obligaciones la de prevenir a la gente de
cometer esos viejos errores, de cometerlos una y otra vez para siempre, como
hace en todo momento la gente si se la deja a su suerte. La verdad sobre la
actitud católica hacia la herejía, o como dirían algunos, hacia la libertad,
quizás se pueda expresar de la mejor manera por medio de la metáfora de un mapa.
La Iglesia católica porta algo parecido a un mapa de la mente que se asemeja al
mapa de un laberinto, pero que es en realidad una guía del mismo. Ha sido
compilado a partir de un conocimiento que, aunque se ha considerado humano, no
tiene ningún igual humano.
No hay otro caso de una institución inteligente continua que haya estado
pensando sobre el pensamiento durante dos mil años. Como es natural su
experiencia abarca prácticamente todas las experiencias, y en especial
prácticamente todos los errores.
El resultado es un mapa en el cual se hallan señaladas con claridad todas las
calles cortadas y las carreteras en mal estado, todas las vías que la mejor de
todas las pruebas ha demostrado que es inútil: la prueba de aquellos que las
han recorrido. En este mapa de la mente los errores se señalan como
excepciones. La mayor parte de él consiste en patios de recreo y felices cotos
de caza, dónde la mente puede disfrutar de tanta libertad como desee, por no
hablar de la cantidad de campos de batalla intelectuales en los que la lucha se
encuentra indefinidamente abierta y sin decidir. Pero éste carga sin duda con
la responsabilidad de señalar que ciertos caminos no llevan a ninguna parte o
llevan a la destrucción, a un muro liso o a un precipicio escarpado. Por estos
medios , evita que los hombres pierdan el tiempo o sus vidas por sendas que ya
se han descubierto que son futiles o desastrosas una y otra vez en el pasado,
pero que, de otro modo, podrían atrapar a los viajeros una y otra vez en el
futuro…No hay ahora otra mente colectiva en el mundo que se halle vigilando
para evitar que las mentes se echen a perder.”
Es más o menos lo que ha venido a decir el
sacerdote en la homilía de la Santa Misa de hoy, (¿casualidad?), que no
debíamos cansarnos de la insistencia de la Iglesia en algunos de sus mensajes,
como (decía, con una imagen muy clara por su sencillez) no debemos cansarnos de
la reiteración de las señales de tráfico que nos indican la dirección a seguir,
y cómo debemos acomodar la conducción a las incidencias del camino, de las que
nos van avisando, tratando de evitar que acabemos con nuestra vida o la de los
demás; la Iglesia porta ese “mapa de carreteras”, y lo pone a disposición de
toda la humanidad, de los creyentes, y de los que no lo son, porque, como decía
el Papa Francisco en una carta
publicada en el diario La Repubblica bajo el título “El
Papa: mi carta a los que no creen”, es tiempo de iniciar un diálogo abierto y
sin preconceptos que reabra las puertas para un serio y fecundo encuentro, porque este diálogo no es un accesorio
secundario de la existencia del creyente, sino que es una expresión íntima e
indispensable.…Pues precisamente a partir de aquí – continúa el Papa en su carta dirigida a Eugenio Escalfari,
un intelectual de izquierdas ateo – que me encuentro a gusto escuchando sus
preguntas y buscando, junto con usted, las sendas que nos permitan, quizás,
comenzar a andar un trecho del camino juntos.
Sí, podemos andar juntos, por lo menos un trecho,
hasta donde podamos llegar, y debemos hacerlo, o por lo menos intentarlo,
rechazando de plano el mensaje de odio y rencor de quienes, desprovistos de
toda idea de trascendencia y dignidad del ser humano, bien sea por sus propios
y egoístas intereses (cui prodest,
-a quién beneficia- podríamos preguntarnos una vez más), o bien desde un simple
fundamentalismo
laicista que deberíamos considerar trasnochado, como todos los
fundamentalismos de cualquier clase, rechazan que la Iglesia deba tener libertad
para expresar en público sus convicciones, y también sus opiniones en aquello
que sea opinable, denuestan “el mapa” que ésta les ofrece, quieren devolver a
la Iglesia a las catacumbas y mantener al hombre perdido en su laberinto.