domingo, 22 de septiembre de 2013

El hombre en su laberinto


Estaba esta mañana releyendo textos, apuntes, documentos que se van acumulando en el ordenador, con la vaga intención de ir haciendo una limpieza que permita prolongar su vida, un poco más, cuando he encontrado un texto de la audiencia general de 25 de abril de 2012 del Papa, ahora emérito, Benedicto XVI, en el que explicaba cómo la oración impulsó a la Iglesia de los primeros tiempos para seguir adelante en medio de las dificultades, y cómo puede ayudar al hombre de hoy a vivir mejor; “La Iglesia – decía el Pontífice - desde el inicio de su camino, se ha encontrado con situaciones imprevistas que ha tenido que afrontar, nuevas cuestiones y emergencias a las que ha tratado de dar respuesta a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo.”

Es algo que la Iglesia lleva haciendo de forma ininterrumpida durante su más de dos mil años de historia, en las situaciones más diversas, y normalmente adversas, lo que por sí solo debería ser suficiente para, aun cuando no se tenga la gracia de ser creyente, reconocer en ella la experiencia en “humanidad” acumulada a los largo de los siglos, y la necesidad de evitar prejuicios para no rechazar de antemano su voz, escucharla, aunque no se coincida o se discrepe, y no tratar de ahogarla cada vez que llama la atención sobre aspectos que afectan a la vida, y a la muerte, de los seres humanos.


No en vano afirmaba Chesterton, [“Razones para la fe”] que “Nueve de cada diez ideas que llamamos nuevas son simplemente viejos errores. La Iglesia Católica tiene por una de sus principales obligaciones la de prevenir a la gente de cometer esos viejos errores, de cometerlos una y otra vez para siempre, como hace en todo momento la gente si se la deja a su suerte. La verdad sobre la actitud católica hacia la herejía, o como dirían algunos, hacia la libertad, quizás se pueda expresar de la mejor manera por medio de la metáfora de un mapa. La Iglesia católica porta algo parecido a un mapa de la mente que se asemeja al mapa de un laberinto, pero que es en realidad una guía del mismo. Ha sido compilado a partir de un conocimiento que, aunque se ha considerado humano, no tiene ningún igual humano. No hay otro caso de una institución inteligente continua que haya estado pensando sobre el pensamiento durante dos mil años. Como es natural su experiencia abarca prácticamente todas las experiencias, y en especial prácticamente todos los errores. El resultado es un mapa en el cual se hallan señaladas con claridad todas las calles cortadas y las carreteras en mal estado, todas las vías que la mejor de todas las pruebas ha demostrado que es inútil: la prueba de aquellos que las han recorrido. En este mapa de la mente los errores se señalan como excepciones. La mayor parte de él consiste en patios de recreo y felices cotos de caza, dónde la mente puede disfrutar de tanta libertad como desee, por no hablar de la cantidad de campos de batalla intelectuales en los que la lucha se encuentra indefinidamente abierta y sin decidir. Pero éste carga sin duda con la responsabilidad de señalar que ciertos caminos no llevan a ninguna parte o llevan a la destrucción, a un muro liso o a un precipicio escarpado. Por estos medios , evita que los hombres pierdan el tiempo o sus vidas por sendas que ya se han descubierto que son futiles o desastrosas una y otra vez en el pasado, pero que, de otro modo, podrían atrapar a los viajeros una y otra vez en el futuro…No hay ahora otra mente colectiva en el mundo que se halle vigilando para evitar que las mentes se echen a perder.”

Es más o menos lo que ha venido a decir el sacerdote en la homilía de la Santa Misa de hoy, (¿casualidad?), que no debíamos cansarnos de la insistencia de la Iglesia en algunos de sus mensajes, como (decía, con una imagen muy clara por su sencillez) no debemos cansarnos de la reiteración de las señales de tráfico que nos indican la dirección a seguir, y cómo debemos acomodar la conducción a las incidencias del camino, de las que nos van avisando, tratando de evitar que acabemos con nuestra vida o la de los demás; la Iglesia porta ese “mapa de carreteras”, y lo pone a disposición de toda la humanidad, de los creyentes, y de los que no lo son, porque, como decía el Papa Francisco en una carta publicada en el diario La Repubblica bajo el título “El Papa: mi carta a los que no creen”, es tiempo de iniciar un diálogo abierto y sin preconceptos que reabra las puertas para un serio y fecundo encuentro, porque este diálogo no es un accesorio secundario de la existencia del creyente, sino que es una expresión íntima e indispensable.…Pues precisamente a partir de aquí – continúa el Papa en su carta dirigida a Eugenio Escalfari, un intelectual de izquierdas ateo – que me encuentro a gusto escuchando sus preguntas y buscando, junto con usted, las sendas que nos permitan, quizás, comenzar a andar un trecho del camino juntos.

Sí, podemos andar juntos, por lo menos un trecho, hasta donde podamos llegar, y debemos hacerlo, o por lo menos intentarlo, rechazando de plano el mensaje de odio y rencor de quienes, desprovistos de toda idea de trascendencia y dignidad del ser humano, bien sea por sus propios y egoístas intereses (cui prodest, -a quién beneficia- podríamos preguntarnos una vez más), o bien desde un simple fundamentalismo laicista que deberíamos considerar trasnochado, como todos los fundamentalismos de cualquier clase, rechazan que la Iglesia deba tener libertad para expresar en público sus convicciones, y también sus opiniones en aquello que sea opinable, denuestan “el mapa” que ésta les ofrece, quieren devolver a la Iglesia a las catacumbas y mantener al hombre perdido en su laberinto.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Fe e inteligencia, un falso antagonismo


Leía hace poco un tuit en el que se alababa la inteligencia de los noruegos por el hecho de que un 72% no creían en un dios personal y solo 2% acudía a los servicios religiosos, según decía. Intenté debatir con su autor esa afirmación - dentro de los límites que permiten los 140 caracteres de Twitter – puesto que, a contrario sensu, estaba calificando de todo lo contrario (brutos, ignorantes, lerdos, limitados, y cualquier otra antonimia posible) a los creyentes, he de decir que sin ningún éxito, al encontrarme frente a una persona de una cerrazón (y maneras) poco sorprendentes, la verdad, en un determinado tipo de “ateo” que pertenece a la subespecie, no se si “comecuras”, pero sí anticlericalista, en el peor sentido de esta palabra, porque anticlericalista también soy yo (al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios); una persona empeñada, muy a mi pesar, en demostrarme que él era la excepción que confirmaba lo que decía ser la regla, y eso que nunca se me pasó por la cabeza tal cosa (al principio, claro) porque, de hecho, la técnica utilizada es la misma que utilizan Richard Dawkins o Daniel Dennett, científicos ambos que rechazan la religión, cuando en sus conferencias describen a los ateos como “gente genial”, y dejan que sean sus oyentes los que lleguen al implícito corolario sobre la escasa inteligencia de quienes creen en Dios.

Llovía sobre mojado, porque a mediados de agosto leía un artículo (por cortesía de un amigo de facebook que me manifestó parecerle una tontería, como a mí) acerca de un estudio sobre la relación entre inteligencia y religiosidad que decía demostrar - y era el título del artículo -, que “Los creyentes son menos inteligentes que los ateos.”, ahí es nada; partiendo de la definición de la inteligencia como la capacidad de razonar, planear, resolver problemas, pensar de forma abstracta, comprender ideas complejas, aprender rápido y aprender de la experiencia, afirmaba que “las creencias religiosas son irracionales, sin ninguna base científica, imposibles de comprobar, y por tanto, poco atractivas para gente inteligente.” El caso es que su lectura me trajo a la memoria otro artículo, publicado en El Mundo hace unos años (abril de 2009), que llevaba por título “Dios: una red de neuronas”, acerca de otro trabajo “científico” que afirma que son las redes neuronales las que están detrás de la tendencia a la espiritualidad, y que un estudio había revelado que las zonas del cerebro que se activan con la fe religiosa son las mismas que empleamos para comprender las emociones, los sentimientos y pensamientos de los demás, y que ese “área religiosa” está en el lóbulo temporal y en el frontal. En su momento me hizo gracia, se me ocurrió pensar que si era así, estaríamos ante algo mensurable, susceptible de ser medido (no se si al peso, con un voltímetro…) y, por tanto, en la siguiente elección de un Papa podríamos prescindir del conclave y encargar a una comisión científica que evaluara la “religiosidad” de los posibles candidatos; tras leer la noticia sobre la vinculación entre religiosidad e inteligencia me hace menos gracia, claro, porque vinculando ambos estudios se puede llegar a la conclusión de que el desarrollo del área de la religiosidad en el cerebro sería como el desarrollo de una especie de tumor maligno que socava las facultades intelectivas.

Bromas aparte, no es nada nuevo, se trata de un planteamiento que se viene impulsando desde terminadas concepciones ideológicas (“cui prodest”, podríamos y deberíamos preguntarnos, aunque Gustavo Bueno habla de “panfilismo humanista” de los gobiernos), y que subyace en muchos contenidos que se ofrecen a través del cine, televisión, y medios de comunicación, que identifican la religión con el prejuicio, el atraso, con la resistencia al progreso, como lo opuesto a la ciencia y a la libertad.

Nada más alejado de la realidad, y como cristiano me causa perplejidad que se realicen semejantes afirmaciones cuando fue la Iglesia la que preservó el saber de los antiguos en sus abadías y monasterios, cuando el Renacimiento es imposible de entender al margen de la Iglesia Romana, cuando es un hecho que la Ilustración no se ha producido en ninguna parte del mundo sino en la Europa cristiana, y siendo como es interminable la relación de personajes históricos, católicos, que han sido decisivos en la revolución que ha supuesto la ciencia moderna; la ciencia astronómica nace con un clérigo católico, Nicolás Copérnico; el precursor de las grandes revoluciones representadas por las geometrías no euclidianas fue un jesuita, el padre Saccheri,; el padre de la revolución genética fue monje, agustino y católico, Gregorio Méndel; en los inicios de la teoría del Big Bang, está un sacerdote católico, Georges Lemaître; la lista sería interminable, Antoine Laovisier, Blaise Pascal, C.A. Coulomb, A. M. Ampere, Torricelli, Marconi, A. Volta., Louis Pasteur, John Von Neumann en investigación sobre computadoras, o Enrico Fermí y Edwing  Schrodinger en física; ¿es necesario seguir?. Hasta el concepto de sustancia material con locación no circunscriptiva que está en los principios de la teoría electromagnética y de la física cuántica, tiene su origen en la doctrina de la transustanciación de la Iglesia Católica. Afirma a este respecto el filosofo ateo materialista – y por tanto, fuera de toda sospecha - Gustavo Bueno, que la contribución de los científicos cristianos – “sin dejar de ser cristianos, más aun, siendo cristianos y por serlo” - que han ocupado la primera línea en la evolución de la ciencia moderna deja en completo ridículo esa visión, que desde la Ilustración, pero sobre todo a partir del siglo XIX, presenta al cristianismo, y en particular al catolicismo, como una corriente reaccionaria opuesta a la ciencia y la razón.

No, no solo no existe ninguna contradicción entre fe y razón, porque en el mundo real, en la vida cotidiana de millones de creyentes – también de muchos científicos -, fe y razón coexisten sin contradicción alguna, porque son facultades complementarias que se refuerzan mutuamente y que utilizamos para alcanzar la verdad, sino que, como señala el Papa Francisco en la encíclica (a cuatro manos, como él mismo dice) “Lumen Fidei” , “…la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio  de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia.“

Para los científicos antes citados, como para otros muchos – imposibles de enumerar – que a lo largo del tiempo han dedicado su inteligencia y su esfuerzo a la ciencia, en la investigación y la enseñanza (y, por supuesto, también en las ciencias humanas y sociales), la fe no solo no ha significado una rémora de la razón, una limitación de su inteligencia, sino que, antes al bien al contrario, ha sido como otro ala, junto a la razón, (como decía Juan Pablo II en “Fides et ratio”)sobre las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”, lo que les ha permitido en muchas ocasiones ser revolucionarios en sus respectivos campos.

Pues eso, vamos dejarnos de falsas contraposiciones y antagonismos, de historietas pseudocientíficas y calificaciones absurdas, porque, como decía G. K. Chesterton, para entrar en una Iglesia no hace falta quitarse la cabeza, basta con quitarse el sombrero.