Siguiendo el consejo de Teófilo
en su última carta, durante esta Navidad no he querido entrar al
trapo de la polémica, tan artificial como siempre, [como aquella a la que me
referí hace unos años a propósito del titular de un periódico, “los
Reyes Magos contra Hawking”], y fruto
de la temeraria ignorancia –quiero pensar, y es el juicio más benevolente- de
periodistas que no se informan de aquello de lo que escriben, que se ha creado en
torno a Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) y su último libro, “La infancia de Jesús”, y a sobre si en dicho libro se afirmaba que había que
retirar el buey y la mula de los belenes. Lo cierto es que la polémica, “grave”
como pocas, como se aprecia con su solo enunciado –aunque tiene su aquel que,
ante la conmemoración de un misterio tan impresionante como el nacimiento de
Jesús, Dios hecho hombre entrando en la historia de la humanidad, la cuestión
propuesta y debatida fuera el destino del buey y la mula–, tampoco merecía más
atención que denunciar su falsedad.
Pero el pasado 6 de enero, un
escritor – Antonio Gala –, en su columna de un diario nacional, que utiliza con
una frecuencia casi obsesiva para lanzar sus diatribas contra la Iglesia
Católica, y al que ya me referí en una ocasión (Aeropagitas) a propósito de otro tema, publicaba un artículo
titulado “Reyes Magos”, refiriéndose
al citado libro y al pontífice. Y, como ya ha terminado la Navidad, voy dedicarle
unas líneas, primero porque él lo utiliza como excusa para rellenar otra
columna y, aprovechando su nombre, hacer burla – no utiliza el tono grueso
habitual, sino el zumbón del que se digna descender a tratar “tonterías”
propias de gente crédula - del
Papa y, a través suya, de la Iglesia y de los creyentes; y, segundo, porque me
da ocasión para aclarar algunos conceptos, que él confunde interesadamente,
pero que a lo mejor nosotros tampoco tenemos tan claros como debiéramos, y para
referirme a algún otro que tal vez
– si mi torpeza no lo impide – pueda invitar a alguien a leer a Benedicto XVI,
algo siempre interesante e instructivo.
Hay que aclarar en primer lugar que
el libro, aunque ha sido escrito por el Papa, Benedicto XVI, lo ha escrito como
teólogo, por lo que por muy autorizado que sea, y lo es por la categoría
intelectual de su autor, no forma parte del Magisterio de la Iglesia ni goza
de infalibilidad, Sr. Gala. Y es que hay que saber qué significa ese concepto
antes de hacer chascarrillos al respecto. La infalibilidad se define como la imposibilidad de fallo, error o
engaño, y es una prerrogativa concedida por Dios a la Iglesia por la
que ésta no puede equivocarse en la custodia y exposición de la doctrina
revelada; la infalibilidad in
docendo (en el enseñar), propia del Magisterio de la Iglesia, es ejercida por el Romano Pontífice y por el Colegio Episcopal cuando se cumplen
determinadas condiciones, y se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la
Revelación, siempre que define los dogmas de fe - es decir, delimita las
verdades reveladas -, y condena los errores doctrinales. Por tanto, Sr. Gala,
los cismas en la Iglesia nunca podrían ser, como Ud. dice, la prueba de la
falta de infalibilidad sino, en todo caso, la prueba de la firmeza de la
Iglesia en la custodia de ese depósito de la fe frente a quienes, por intereses
y razones puramente humanas, han querido a lo largo de los siglos adaptarlo a
su conveniencia o entendimiento, y ante la oposición del Papa y de la Iglesia –
que habrían actuado en muchas ocasiones de otra manera si la concibieran como
una mera habilidad política - han terminado separándose (ellos) de la Iglesia.
Un ejemplo es el cisma de la Iglesia de Inglaterra, que me viene a la
cabeza por la reciente noticia de la proyectada reforma legislativa que
permitiría a los miembros de la familia real británica casarse con un católico,
que tanto incomodo ha causado en la Corona británica como en esa Iglesia, y que fue provocado por Enrique VIII. La historia es
conocida, Enrique VIII se casó con Catalina
de Aragón, hija de los Reyes Católicos y
tía del emperador Carlos V, que antes había estado casada con Arturo, hermano
de Enrique, que había muerto al poco tiempo sin consumar el matrimonio, por lo que el Papa Julio II otorgó la dispensa canónica del impedimento que de este matrimonio
resultaba entre Catalina y Enrique VIII. Durante dieciocho años todo se
desarrolló normalmente, y tuvieron cinco hijos, de los que solo sobrevivió una
niña, la futura reina María Tudor; la cuestión de la sucesión (que se complicó
por la muerte del duque de Richmond, hijo natural del rey con Isabel Blount),
unida a la ciega pasión de Enrique VIII por Ana Bolena, dama de la corte y sobrina del duque de Norfolk,
que le había puesto como condición para entregarse ser su verdadera esposa y
reina de Inglaterra, provocaron que el Rey utilizara todos los medios a
su alcance para que se declarara la nulidad de su matrimonio con Catalina, alegando la nulidad de la dispensa papal, incluyendo
la amenaza del cisma, que finalmente consumó. Este cisma, por tanto, no tiene nada que ver con la infalibilidad, sino con la
firmeza del Papa Clemente VII en
defender la indisolubilidad del matrimonio frente a los deseos de Enrique VIII,
pese a que políticamente le interesaba ceder a sus pretensiones, para evitar el
cisma y no enemistarse con un rey con el que le unía su prevención frente a Carlos V, y pese a que jurídicamente podía haber mirado para otro
lado y declarar la nulidad de la dispensa, deviniendo nulo el
matrimonio entre Enrique y Catalina.
En todo caso, volviendo al tema
que nos ocupa, no es necesario recurrir al dogma de la infalibilidad para solucionar la
cuestión del buey y de la mula - en
realidad es un asno, pero casi da miedo decirlo, no vaya a provocar otra
polémica -, porque basta
la simple lectura del Evangelio de San Lucas [2, 6-7], en el que
se recoge el nacimiento de Jesús (otra cosa es que no lo hayamos hecho), para apercibirse que en ningún
momento se mencionan tales animales,
porque lo único que dice, muy escuetamente, es que “…mientras estaban allí [María
y José, en Belén] le llegó el tiempo del parto, y dio a luz a su hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían
sitio en la posada.” Y lo que dice el Papa
es que la mención del pesebre hace pensar, lógicamente, en los animales, porque
es allí donde comen, y por tanto en un establo, pero que no se menciona a esos
animales, lo que es un hecho, y que ha sido la meditación cristiana, guiada por
la fe, leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, - la
singular conexión entre Isaías 1,3, Habacuc 3,2 y Éxodo 25, 18-20 y el pesebre
– por la que aparecen esos animales, el
buey y el asno, como una representación de la humanidad, y lo que afirma el
Papa, por tanto, es todo lo contrario de lo que han recogido esos titulares y
noticias de los periódicos, que “La iconografía cristiana ha captado
ya muy pronto este motivo. Ninguna representación del nacimiento renunciará al
buey y al asno.” Es decir, que están bien
puestos.
En cuanto a los “Reyes Magos”, cuyo relato aparece recogido en el Evangelio de
San Mateo (2, 1-12), no, Sr. Gala, no es que Mateo (que, por cierto, no era
cambista sino publicano y recaudador de impuestos) no supiera si se trataba de
magos, o de reyes, ni que no tuviera claros los conceptos de Oriente y
Occidente, ni que Benedicto XVI haya corregido al evangelista para decir que en
realidad venían de Occidente. Vamos a ver si procuramos no liar las cosas.
Lo cierto es que el
texto evangélico habla de unos Magos de Oriente, no de reyes, y lo que dice Benedicto
XVI es que ha sido la tradición de la Iglesia la que, igual que leyó con toda
naturalidad el relato de la Navidad de Lucas sobre el trasfondo de Isaías 1,3,
y de este modo llegaron al pesebre el buey y el asno, “ha leído la historia de los Magos a la luz del
Salmo 72,10, [“los reyes de Tarsis y las
Islas traerán consigo tributo. Los reyes de Saba y de Seba todos pagarán
impuestos; ante él se postrarán los reyes, le servirán todas las naciones”] e
Isaías 60 [“Caminarán las naciones a tu
luz, y los reyes al resplandor de tu alborada…”]. Y de esta manera
los hombres sabios de Oriente se han convertido en reyes, y con ellos han
entrado en el pesebre los camellos y los dromedarios”, como dice que ha sido también la tradición de la
Iglesia la que ha extendido la proveniencia de esos hombres a los tres
continentes entonces conocidos, África, Asia y Europa, representado así a toda la
humanidad cuando emprende el camino hacia Cristo, inaugurando una procesión que
recorre toda la historia.
En cuanto a quiénes fueran los
“magos” (mágoi), dice Benedicto XVI que el término tiene varias acepciones,
pero la principal designa a la casta sacerdotal persa, que en la cultura
helenista eran considerados como representantes de una religión auténtica cuyas
ideas estaban fuertemente influenciadas por el pensamiento filosófico, y aunque
no pertenecieran a esa casta, al menos en sentido amplio – sabios - podría ser
aplicable a esos Magos de Oriente. A esos conocimientos religiosos y
filosóficos unían, probablemente, el ser astrónomos
[en Babilonia, centro de la astronomía científica en épocas
remotas, aunque ya en declive en la época de Jesús, continuaba existiendo un
pequeño grupo de astrónomos], porque fue una estrella la que les puso en
camino. Pero, ¿qué estrella era esa, y por qué para ellos se convierte
en un mensaje? Aunque hay exegetas de
renombre que opinan que la cuestión tiene poco sentido, y que se trata de un
relato teológico que no debería mezclarse con la astronomía, sugiere Benedicto
XVI que no habría que rechazarlo a priori, y recoge la solución de Kepler, confirmada por astrónomos modernos, y la
confirmación curiosa de unas tablas cronológicas chinas que afirman que,
alrededor del año 4 a.C. había aparecido y se había visto durante mucho tiempo
una estrella luminosa; la conjunción astral de los planetas Júpiter (la
estrella de la más alta divinidad de Babilonia) y Saturno (el representante
cósmico del pueblo de los judíos) en el signo zodiacal de Piscis que tuvo lugar
en los años 7-6 a.C. – considerado hoy el verdadero periodo del nacimiento de
Jesús – unido a una supernova, habría sido ese signo astronómico, esa estrella
que, unida a una profecía pagana que circulaba fuera del judaísmo como la de Balaan, [un personaje histórico del que hay confirmación fuera de la Biblia, que era un adivino al servicio del rey de Moab que le pide una maldición contra Israel y lo que vaticina es una bendición: “Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel…(Num 24,17)”- ], y a que “Sabemos por Tácito y
Suetonio que bullían en el ambiente expectativas según las cuales surgiría en
Judá el dominador del mundo, una expectación que Flavio Josefo atribuyó a
Vespasiano”, habría hecho deducir a los Magos un evento de
importancia universal, el nacimiento en el país de Judá de un soberano que
traería la salvación, y con el corazón y la inteligencia abiertos a la verdad hacia allí se encaminaron.
Y hacia allí debemos encaminarnos nosotros,
y para eso no hay que dar por supuesto nunca el conocimiento de nuestra fe, y
ante un texto como la Biblia, cuyo último y más profundo autor, según nuestra
fe, es Dios mismo, merece la pena leerlo, y meditarlo, a la luz del Magisterio
de la Iglesia y de la sana y autorizada doctrina, y así podremos, además de
conocerla, fortalecerla y crecer en ella, que es lo fundamental, dar adecuada
respuesta a aquellos que solo procuran el enredo y la confusión.
A quien quiera recurrir a otro
tipo de ¿doctrina?, que tanto abunda, le sugeriría, con todo el cariño, que lea
otras cosas, Asimov, por ejemplo; así, al menos, sabrá con certeza qué
está leyendo, ciencia ficción.