miércoles, 9 de junio de 2010

. . . no lo que es de Dios.

(Es continuación de la anterior entrada.)

El problema es que, como decía Francois de Chateubriand [Memorias de Ultratumba], en relación con la persecución del Cristianismo por la Revolución Francesa, y su sustitución por una religión civil: “…no por ello vayáis a pensar que conservaríais las nociones superiores de justicia, las ideas verdaderas sobre la naturaleza humana y los progresos de todo género que el Cristianismo ha traído a la sociedad: su dogma es la garantía de la moral; esta moral no tardaría en verse asfixiada  por las pasiones no gobernadas por el freno de la fe. … ¿Queréis convertiros en chinos o volver a ser romanos, chochear como un viejo pueblo vestido con ropas gastadas o retroceder hasta la civilización antigua? Si elegís esto último, necesario será restablecer las dos bases del edificio pagano, la servidumbre y la tiranía, sólo sus formas cambiarán. Con el tiempo revivirán los espectáculos obligados de esta sociedad, la prostitución teatral, los gladiadores, los aurigas de circo, al antojo de los pretorianos que guardarán con la artillería el redil de estos nuevos esclavos llamados proletarios y la casa dorada de los Nerones Constitucionales. El Cristianismo es la apreciación más filosófica y racional de Dios y del hombre, pues encierra las tres grandes leyes del universo, la ley divina, la ley moral y la ley política; la ley divina, unidad de Dios en tres esencias, la ley moral que es caridad; la ley política, que es libertad.”

El texto es muy rico, y sería muy interesante, por ejemplo, identificar los espectáculos obligados de esta sociedad, pero me interesa destacar aquí que, lo que Chateubriand constata, como testigo de las revoluciones francesa y americana, del Imperio y la Restauración, y viajero por medio mundo, es que solo en el ámbito cultural del Cristianismo han sido posibles la Ilustración y esas nociones superiores sobre la naturaleza humana, libertad, justicia e igualdad que la Ilustración y la Revolución Francesa proclamaban, al tiempo que intentaban eliminar la raíz de la que procedían.

Y es que, somos herederos de una cultura impregnada del espíritu cristiano, y a veces no somos conscientes de que el Cristianismo supuso la introducción en la historia de una novedad que le distingue de todas las civilizaciones antiguas (con la excepción de la filosofía griega y del derecho romano anterior al principado, que mostraban una tendencia semejante), y es la independencia del poder político y del orden legal respecto de la religión, de modo que el poder político deja de ser representante de fuerzas o divinidades superiores y, de otro lado, la religión cristiana reconoce que las cosas temporales, la política y las instituciones jurídicas de la ciudad terrena responden a una lógica interna , autónoma e independiente de la religión.

Se trata de una concepción revolucionaria que, no solo está en contradicción con esa visión instrumental de la religión, la del Imperio Romano reivindicada por Gibbon, o la que lleva a Rousseau a confesar su admiración por la forma de difuminar lo sagrado y lo temporal del Islam frente a la dualidad, intrínseca del cristianismo, entre poder espiritual y secular, sino que incide directamente en los conceptos de libertad personal y del Estado moderno, tal y como los entendemos

Y es que -  como señala el filósofo español Fernando Inciarte - el proceso teórico que conduce a la idea de Estado moderno comienza con una radicalización de la idea de libertad que se encuentra en San Agustín y después en Santo Tomás, que es el concepto de libertad como autodeterminación - el hombre como dueño y señor (y responsable) de sus actos, por ser criatura e imagen de Dios -, y de la idea de que el gobernante no obra sino como representante del pueblo en una delegación que no es definitiva y que, en ciertos casos, el pueblo puede recuperar (aunque esto es específico del catolicismo) puesto que, como afirmaba la escuela española de derecho natural del siglo XVII, siendo cierto que el poder viene de Dios no lo es el  que Dios haya elegido a quién adjudicárselo porque, escribe Suárez - De Legibus - “Eso es algo que pertenece al pueblo de esa comunidad.”

No se trata, ni muchísimo menos, de reivindicar la alianza entre el trono y el altar propia de la Restauración, de la que fue exponente Chateubriand, porque la sana laicidad – la laicidad correctamente entendida, que no tiene nada que ver con el laicismo militante - es un valor a defender de nuestra civilización, pero sí de recordar a quien detenta el  poder, que no le pertenece y que tendrá que rendir cuentas, ahora y después, y que existe un ámbito – fe, moral, conciencia… - que como Cesar no nos puede exigir ni imponer porque, como decía Pedro Crespo, alcalde de Zalamea, aunque referido al honor, “… es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios.”

jueves, 3 de junio de 2010

Al Cesar lo que es del Cesar...

La falta de puntualidad y ciertas libertades de algunos invitados hizo que, en una celebración, tuviéramos que sentarnos con un grupo de gente desconocida que, finalmente, resultó agradable y de fácil conversación. No se perdió el buen tono ni cuando uno de los comensales, después de sostener que el problema del aborto es que se pagara con dinero público, decidió explicarnos las bondades de la razón ilustrada y la libertad nacidas de la Revolución Francesa – lo que, por sí solo, puede ser una declaración ideológica - frente al oscurantismo religioso de los siglos anteriores y al ansia de poder de una Iglesia (Católica) que identificó con “los curas, que siempre han querido el poder.”

El debate era inevitable, como es de suponer.

Lo cierto es que los filósofos de la Ilustración estaban muy interesados por la formación y la función social de la religión y, con un enfoque utilitarista, recogieron los diversos aspectos de los cultos que servían para integrar a los pueblos conquistados y mantener aquietados a los estamentos inferiores, utilizando como modelo la antigüedad clásica,  y en particular Roma, a la que consideraban modelo de tolerancia. Así, por ejemplo, el historiador británico Edward Gibbon, en su “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano”, afirma que “Las diversas formas de culto que prevalecían en el mundo romano eran consideradas todas ellas tan verdaderas por el pueblo como falsas por el filósofo y útiles por el magistrado. Y así la tolerancia no solo producía indulgencia mutua sino incluso concordia religiosa.”

Y esa es, precisamente, la razón de que el Cristianismo fuese la única religión perseguida en el Imperio Romano y la causa del violento rechazo que suscitó en sus autoridades civiles, que invocaron los poderes extraordinarios en defensa del orden público, y más tarde edictos específicos (los romanos eran muy cuidadosos en las formas jurídicas), para perseguir, torturar y matar a los cristianos que no renegaban de su fe; el Cristianismo no solo no era útil para los magistrados, sino que contrarrestaba el absolutismo de los emperadores romanos impidiendo el paso a cualquier intento de divinización del gobernante civil.

Esa es también la razón de que la praxis política de esa concepción de la religión por la Revolución Francesa se tradujera, en la reedición de las persecuciones del Imperio Romano contra el Cristianismo, con el mismo objetivo declarado de exterminarlo para que pudiera nacer el hombre nuevo; en la transformación de la Revolución en una especie de religión civil, con sus ritos y celebraciones, sus mártires, sus misioneros, y hasta un catecismo revolucionario; y se tradujo en que, en nombre de conceptos como la libertad, la justicia y la igualdad – como recientemente se ha vuelto a afirmar para justificar la asignatura de Educación para la Ciudadanía – se negara el derecho de las personas a tener opiniones y creencias individuales que pudieran estar en contradicción con el ideal revolucionario encarnado en el Estado, con las consecuencias a que ya nos referimos en la anterior entrada, “L´Ami du peuple.”

El problema es que, como decía Francois de Chateubriand [Memorias de Ultratumba]….