La Iglesia, coherente con su
defensa de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, como un
don sagrado que es fruto de la acción creadora de Dios, y con la dignidad de la
plena del ser humano en cuanto imagen de Dios, está en contra de la pena de
muerte, por grave que haya sido el delito, y sea cual sea la repugnancia que
nos pueda causar, es doctrina de la Iglesia, y así viene recogido en el Catecismo
(p. 2267), que la acepta muy
restrictivamente solo en aquellos supuestos en los que sea el único camino
posible para defender del agresor injusto las vidas humanas, señalando en el
mismo punto, con palabras del beato Juan Pablo II, que hoy, como consecuencia de las posibilidades
que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a
aquel que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de
redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo “ suceden
muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos..”; así lo
reiteró el Papa Benedicto XVI en
numerosas ocasiones, apoyando iniciativas para abolir la pena de muerte en todo
el mundo, y así lo ha vuelto a recordar recientemente el Papa
Francisco en una audiencia
concedida el pasado 20 de marzo a una
delegación de la Comisión Internacional contra la pena de muerte. Y ha sido muy
claro:
“Los Estados pueden matar por
acción cuando aplican la pena de muerte, cuando llevan a sus pueblos a la
guerra o cuando realizan ejecuciones extrajudiciales o sumarias. Pueden matar
también por omisión, cuando no garantizan a sus pueblos el acceso a los medios
esenciales para la vida... En algunas ocasiones es necesario repeler
proporcionadamente una agresión en curso para evitar que un agresor cause un
daño, y la necesidad de neutralizarlo puede conllevar su eliminación: es el
caso de la legítima defensa. Sin embargo, los presupuestos de la legítima
defensa personal no son aplicables al medio social, sin riesgo de
tergiversación. Es que cuando se aplica la pena de muerte, se mata a personas
no por agresiones actuales, sino por daños cometidos en el pasado. Se aplica,
además, a personas cuya capacidad de dañar no es actual sino que ya ha sido
neutralizada, y que se encuentran privadas de su libertad.”
“Hoy en día la pena de muerte
es inadmisible, por cuanto grave haya sido el delito del condenado. Es una ofensa a la inviolabilidad de la vida
y a la dignidad de la persona humana que
contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia
misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de las penas. No
hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza. …Para un
Estado de derecho, la pena de muerte representa un fracaso, porque lo obliga a matar en nombre de la
justicia... Nunca se alcanzará la justicia dando muerte a un ser humano... Con
la aplicación de la pena capital, se le niega al condenado la posibilidad de la
reparación o enmienda del daño causado; la posibilidad de la confesión, por la
que el hombre expresa su conversión interior; y de la contrición, pórtico del
arrepentimiento y de la expiación, para llegar al encuentro con el amor
misericordioso y sanador de Dios. Es, además, un recurso frecuente al que echan
mano algunos regímenes totalitarios y grupos de fanáticos, para el exterminio
de disidentes políticos, de minorías, y de todo sujeto etiquetado como
''peligroso'' o que puede ser percibido como una amenaza para su poder o para
la consecución de sus fines. …La pena de
muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la misericordia divina, que
debe ser modelo para la justicia de los hombres... Se debate en algunos lugares acerca del modo de matar,
como si se tratara de encontrar el modo de “hacerlo bien”... Pero no hay forma
humana de matar a otra persona''.
No, no hay ninguna forma humana de matar a otro ser
humano, y es imperioso recordar a todo el mundo y tener muy claro – empezando
por los mismos católicos, si quieren ser coherentes con la fe que profesan –
que no hay razones hoy que obliguen hoy a recurrir a la pena de muerte para
proteger a la sociedad, y que no solo se trata de ofrecer tiempo e incentivos
para la reforma del culpable, que también, sino de garantizar el bienestar
moral de las personas que de un modo u otro se pueden ver involucradas en el
destino de los condenados a muerte, rechazando tanto el espíritu de venganza
como la tentación de sucumbir a la desesperación ante los delitos y la fuerza
del mal, y de tener presente, recordar y reafirmar la necesidad de un reconocimiento
y un respeto universal de la dignidad inalienable de la vida humana, en su
inconmensurable valor, como parte integral de su defensa de la vida de todos
los hombres y mujeres, en cualquier fase de su desarrollo, desde concepción
hasta a la muerte natural. Y ello no se refiere solo al aborto o a la
eutanasia, sino que incluye la abolición universal de la pena capital.
Hay que tenerlo claro.
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