domingo, 19 de abril de 2015

Papá, quiero ser puta.


Esta pasada semana el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, afirmaba la necesidad de regular la prostitución en España y que tal propuesta iba a ser incluida en su programa electoral para las próximas elecciones generales, argumentando la necesidad de regular una realidad existente, que permitiría a las personas que ejercen voluntariamente la prostitución disfrutar de los derechos laborales y sociales que les corresponderían como en cualquier otra actividad remunerada, y al fisco recaudar unos 6.000 millones de euros, utilizando para justificar tal cifra un informe de los inspectores de Hacienda de mediados del pasado año, lo que permitiría al Estado aliviar sus cuentas.

Hay que decir que, en general, los grupos parlamentarios expresaron su rechazo, aunque de forma desigual; los populares, como siempre en estos temas con componente moral, por la tangente, no vaya a ser que les tachen de mojigatos, porque afirmar enfáticamente que “la explotación sexual de la mujer es un delito, que la trata de personas es un delito y un delito execrable que hay que penalizar” es tanto como no decir nada frente a una propuesta que parte de la persecución de tales delitos (o tal vez es que a su corazoncito neoliberal no le desagrada tanto la idea, que solo rechazan por razones electorales, por no dar ni agua a Ciudadanos); los socialistas apuntando a que el objetivo debe ser buscar iniciativas que fomenten el trabajo digno para que “ninguna mujer se vea en al obligación de prostituirse”, e Izquierda Plural afirmando, sin complejos, que la prostitución supone utilizar el cuerpo de una mujer como un “instrumento de comercio”, apostando por castigar, no solo a los proxenetas, sino a todos aquellos que fomentan la explotación sexual, incluidos los consumidores de tales servicios, porque la solución – afirman – no viene por el control de la oferta, sino por perseguir la demanda.

La legalización de esta actividad es un tema recurrente desde hace años – como la legalización de las drogas blandas, a la que también se apunta el Sr. Rivera, que parece que anda desatado -, aquí y en otro países, que divide a feministas, a prostitutas, y a la sociedad;  y quienes abogan por ella argumentan que es una realidad inevitable, que por tanto hay que regular, legislando sobre las condiciones para su ejercicio, siempre que sea voluntario, para asegurar derechos y atención sanitaria y para evitar la explotación de las mujeres (también hay hombres, pero parece claro que son minoría) por las mafias dedicadas a la trata de blancas, argumentos a los que ahora se suma el económico de los pingües beneficios para las arcas del Estado y, por tanto, dice, para toda la sociedad.

La realidad es que ni uno solo de eso argumentos se sostiene. Que sea una realidad, como lo son tantas otras cosas que nos parecen execrables, no implica que haya que admitirlas y mucho menos normalizarlas hasta el extremo de considerarlas socialmente aceptables. Ni dedicarse a la prostitución puede ser considerado como cualquier otro trabajo remunerado (periodista, peluquera, abogada, investigadora…), ni los puteros de toda la vida pueden ser considerados clientes, consumidores de servicios con todos los derechos inherentes a tal condición, ni los proxenetas pueden ser considerados empresarios normales, como los que se dedican a cualquier otro tipo de actividad empresarial lícita, ni puede limitarse esa voluntariedad en su ejercicio a los supuestos en que no haya violencia física, porque tampoco sería voluntario ejercerlo acuciada por la necesidad económica, ni aun fuera de esos supuestos, suponiendo que fuera una elección absolutamente libre, estaría justificada su legalización, porque ello no implica que sea moralmente aceptable, como no lo es la venta voluntaria de órganos, como no solo no es aceptable sino que es detestable que alguien proponga que el Estado se convierta en el mayor proxeneta del país, al beneficiarse sus cuentas de los impuestos recaudados por esta actividad, una vez regulado su ejercicio por el Estado.

Y la realidad es que la propuesta es mucho más peligrosa de lo que parece a simple vista,  porque si es verdad que el Estado no es fuente de verdad ni de moral, tampoco se puede obviar el papel regulador de la convivencia que las leyes cumplen en un Estado de Derecho, ni se puede obviar que cuando se declara una ley como conveniente se postula un criterio social de comportamiento, y que hay una legitimación social implícita en la regulación de una actividad por el Estado, y más si se parte del principio de equiparación a cualquier otro trabajo remunerado. Una vez eliminadas ciertas barreras morales es muy difícil detener el deslice, que deviene inevitable por la fuerza de la lógica de la argumentación y así, en una pendiente deslizante, de lo lícito se pasa a lo socialmente aceptado, y de ahí a su al menos neutra valoración moral por la sociedad, y por las personas que la integran, y de ahí a la exigencia de derechos, como la formación, que comenzaría por cursos específicos, prevención de riesgos laborales, sanidad, todo muy razonable, y de ahí… ¿quién sabe? A ver, si es un trabajo normal, como cualquier otro trabajo remunerado, ¿que impide que termine regulándose la prostitución como un módulo de formación profesional, o incluso un grado?

Después, si tal cosa consintiéramos aunque solo fuera con nuestro silencio, y saliera adelante, cuando lleguen nuestras hijas (o hijos) y nos digan, “papá, ya se lo que quiero ser de mayor, quiero ser puta”, ¿qué podremos hacer para evitarlo, si es que para entonces seguimos pensando que tal actividad es algo indigno para el ser humano? 

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