Esta pasada semana el presidente
de Ciudadanos, Albert Rivera, afirmaba la necesidad de regular la prostitución
en España y que tal propuesta iba a ser incluida en su programa electoral para
las próximas elecciones generales, argumentando la necesidad de regular una
realidad existente, que permitiría a las personas que ejercen voluntariamente
la prostitución disfrutar de los derechos laborales y sociales que les
corresponderían como en cualquier otra actividad remunerada, y al fisco recaudar
unos 6.000 millones de euros, utilizando para justificar tal cifra un informe
de los inspectores de Hacienda de mediados del pasado año, lo que permitiría al
Estado aliviar sus cuentas.
Hay que decir que, en general,
los grupos parlamentarios expresaron su rechazo, aunque de forma desigual; los
populares, como siempre en estos temas con componente moral, por la tangente,
no vaya a ser que les tachen de mojigatos, porque afirmar enfáticamente que “la
explotación sexual de la mujer es un delito, que la trata de personas es un
delito y un delito execrable que hay que penalizar” es tanto como no decir nada frente a una propuesta que parte de la
persecución de tales delitos (o tal vez es que a su corazoncito neoliberal no
le desagrada tanto la idea, que solo rechazan por razones electorales, por no
dar ni agua a Ciudadanos); los socialistas apuntando a que el objetivo debe ser
buscar iniciativas que fomenten el trabajo digno para que “ninguna
mujer se vea en al obligación de prostituirse”, e Izquierda Plural afirmando, sin complejos, que la prostitución supone
utilizar el cuerpo de una mujer como un “instrumento de comercio”, apostando por castigar, no solo a los proxenetas,
sino a todos aquellos que fomentan la explotación sexual, incluidos los
consumidores de tales servicios, porque la solución – afirman – no viene por el
control de la oferta, sino por perseguir la demanda.
La legalización de esta actividad
es un tema recurrente desde hace años – como la legalización de las drogas
blandas, a la que también se apunta el Sr. Rivera, que parece que anda desatado
-, aquí y en otro países, que divide a feministas, a prostitutas, y a la
sociedad; y quienes abogan por
ella argumentan que es una realidad inevitable, que por tanto hay que regular,
legislando sobre las condiciones para su ejercicio, siempre que sea voluntario,
para asegurar derechos y atención sanitaria y para evitar la explotación de las
mujeres (también hay hombres, pero parece claro que son minoría) por las mafias
dedicadas a la trata de blancas, argumentos a los que ahora se suma el
económico de los pingües beneficios para las arcas del Estado y, por tanto,
dice, para toda la sociedad.
La realidad es que ni uno solo de
eso argumentos se sostiene. Que sea una realidad, como lo son tantas otras cosas
que nos parecen execrables, no implica que haya que admitirlas y mucho menos
normalizarlas hasta el extremo de considerarlas socialmente aceptables. Ni
dedicarse a la prostitución puede ser considerado como cualquier otro trabajo
remunerado (periodista, peluquera, abogada, investigadora…), ni los puteros de
toda la vida pueden ser considerados clientes, consumidores de servicios con
todos los derechos inherentes a tal condición, ni los proxenetas pueden ser
considerados empresarios normales, como los que se dedican a cualquier otro
tipo de actividad empresarial lícita, ni puede limitarse esa voluntariedad en
su ejercicio a los supuestos en que no haya violencia física, porque tampoco
sería voluntario ejercerlo acuciada por la necesidad económica, ni aun fuera de
esos supuestos, suponiendo que fuera una elección absolutamente libre, estaría
justificada su legalización, porque ello no implica que sea moralmente
aceptable, como no lo es la venta voluntaria de órganos, como no solo no es
aceptable sino que es detestable que alguien proponga que el Estado se
convierta en el mayor proxeneta del país, al beneficiarse sus cuentas de los
impuestos recaudados por esta actividad, una vez regulado su ejercicio por el
Estado.
Y la realidad es que la propuesta
es mucho más peligrosa de lo que parece a simple vista, porque si es verdad que el Estado no es
fuente de verdad ni de moral, tampoco se puede obviar el papel regulador de la
convivencia que las leyes cumplen en un Estado de Derecho, ni se puede obviar
que cuando se declara una ley como conveniente se postula un criterio social de
comportamiento, y que hay una legitimación social implícita en la regulación de
una actividad por el Estado, y más si se parte del principio de equiparación a
cualquier otro trabajo remunerado. Una vez eliminadas ciertas barreras morales
es muy difícil detener el deslice, que deviene inevitable por la fuerza de la
lógica de la argumentación y así, en una pendiente deslizante, de lo lícito se
pasa a lo socialmente aceptado, y de ahí a su al menos neutra valoración moral
por la sociedad, y por las personas que la integran, y de ahí a la exigencia de
derechos, como la formación, que comenzaría por cursos específicos, prevención
de riesgos laborales, sanidad, todo muy razonable, y de ahí… ¿quién sabe? A
ver, si es un trabajo normal, como cualquier otro trabajo remunerado, ¿que
impide que termine regulándose la prostitución como un módulo de formación
profesional, o incluso un grado?
Después, si tal cosa
consintiéramos aunque solo fuera con nuestro silencio, y saliera adelante,
cuando lleguen nuestras hijas (o hijos) y nos digan, “papá, ya se lo que
quiero ser de mayor, quiero ser puta”, ¿qué
podremos hacer para evitarlo, si es que para entonces seguimos pensando que tal
actividad es algo indigno para el ser humano?
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