La escena anterior es un fragmento de la película “La Pasión”, de Mel
Gibson, que narra uno de los últimos momentos de la vida de Jesús en la tierra
cuando, después de los tormentos y sevicias a que fue sometido, está ya
crucificado, esperando la muerte.
Jesús no murió solo, Salvador y Mesías para unos, “profeta poderoso en
obras y palabras delante de Dios” para otros, y un peligro que había que suprimir para la supervivencia de
la Nación, o de su posición social, para otros más, su muerte no es indiferente
para mucha gente, y es contemplada por diferentes grupos de personas, que
reaccionan de distinta forma ante su crucifixión. Por un lado las mujeres que
le han seguido a lo largo del camino hacia el Calvario, entre ellas María
Magdalena y María, la madre de Santiago y de Juan, además de otros conocidos de
Jesús, que lo observaban todo desde lejos, sorprendidos seguramente por el giro
que, en los pocos días transcurridos desde la entrada triunfal en Jerusalén,
han tomado los acontecimientos; a los pies de la Cruz, la Virgen María y San
Juan, que probablemente tampoco entenderían nada, pero entregados, como Cristo
y con Él, a la voluntad de Dios; y por otro lado todos aquellos que se burlaban
ante la muerte por crucifixión de Jesús, tanto los que pasaban por allí, muchos
de ellos probablemente atraídos por el espectáculo que suponía una ejecución
pública, y más si era de un personaje tan conocido como Jesús, como los
miembros del Sanedrín – sacerdotes, escribas y ancianos – que han conspirado para
su muerte, y que tampoco pierden la ocasión de burlarse de Él.
Pero hay un tercer grupo,
integrado por solo dos personas, los dos ladrones - “bandidos” en realidad,
según la traducción correcta - que son crucificados junto a Jesús, porque se
les había declarado culpables del mismo crimen, de resistencia contra el poder
romano, y que observan una actitud muy diferente frente a Jesús, según el
relato de San Lucas.
Uno de ellos lo insulta y, como
los miembros del Sanedrín, le injuria y desafía para que se salve y les salve a
ellos: “¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.”; pero
el otro reacciona de forma muy distinta, sorprendente dadas las circunstancias
– Cristo había sido azotado brutalmente, y estaba expirando delante de sus ojos
–, y reprende a su compañero:“¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo
suplicio, temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo
merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.”, y concluye dirigiéndose a Jesús con una petición
más sorprendente todavía si cabe, porque ya no es un simple reconocimiento de
la justicia o injusticia que se está cometiendo, sino una profesión de fe: “Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.” Seguro
que este hombre, como todos los presentes, habría
oído hablar antes de Cristo, de su vida y de sus milagros, y ahora coincide con
Él en el mismo suplicio, la crucifixión, en un momento en el que su divinidad
ya no es que esté oculta, es que aparece como algo absolutamente impensable.
Pero algo ocurre en su corazón, el comportamiento de Jesús durante la marcha
hacia el Calvario, su mirar lleno de compasión ante las gentes que le rodean, a
las que lloran por Él y a las que le insultan, su silencio majestuoso ante el
sufrimiento, salvo para pedir al Padre el perdón para quienes le están
crucificando, “porque no saben lo
que hacen”… desencadenan un proceso que le
lleva, en ese momento insólito, y sin necesidad de que medie milagro alguno, a
hacer un acto de contrición y arrepentimiento, y de fe, porque percibe que este
hombre al que está viendo morir crucificado delante suya hace realmente visible
el rostro de Dios, que es el Hijo de Dios.
La
respuesta de Jesús va, como siempre, mucho más allá de tan humilde petición, “Yo
te aseguro que hoy mismo estarás
conmigo en el Paraíso.”
Como
señala Benedicto XVI en su obra “Jesús de Nazaret”, “Así, en la historia de
la espiritualidad cristiana, el buen ladrón se ha convertido en la imagen de la
esperanza, en la certeza consoladora de que la misericordia de Dios puede
llegarnos también en el último instante, la certeza de que, incluso después de
una vida equivocada, la plegaria que implora su bondad no es vana.”
“Tú
que escuchaste al ladrón, también a mi me diste esperanza”, reza el “Dies Irae”, porque
es una esperanza para todos los cristianos; ya solo hace falta que nosotros,
como recoge el himno “Adoro te devote”,
sepamos pedir lo que pidió el ladrón arrepentido.
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