sábado, 4 de abril de 2015

El buen ladrón



La escena anterior es un fragmento de la película “La Pasión”, de Mel Gibson, que narra uno de los últimos momentos de la vida de Jesús en la tierra cuando, después de los tormentos y sevicias a que fue sometido, está ya crucificado, esperando la muerte.

Jesús no murió solo, Salvador y Mesías para unos, “profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios” para otros, y un peligro que había que suprimir para la supervivencia de la Nación, o de su posición social, para otros más, su muerte no es indiferente para mucha gente, y es contemplada por diferentes grupos de personas, que reaccionan de distinta forma ante su crucifixión. Por un lado las mujeres que le han seguido a lo largo del camino hacia el Calvario, entre ellas María Magdalena y María, la madre de Santiago y de Juan, además de otros conocidos de Jesús, que lo observaban todo desde lejos, sorprendidos seguramente por el giro que, en los pocos días transcurridos desde la entrada triunfal en Jerusalén, han tomado los acontecimientos; a los pies de la Cruz, la Virgen María y San Juan, que probablemente tampoco entenderían nada, pero entregados, como Cristo y con Él, a la voluntad de Dios; y por otro lado todos aquellos que se burlaban ante la muerte por crucifixión de Jesús, tanto los que pasaban por allí, muchos de ellos probablemente atraídos por el espectáculo que suponía una ejecución pública, y más si era de un personaje tan conocido como Jesús, como los miembros del Sanedrín – sacerdotes, escribas y ancianos – que han conspirado para su muerte, y que tampoco pierden la ocasión de burlarse de Él.

Pero hay un tercer grupo, integrado por solo dos personas, los dos ladrones - “bandidos” en realidad, según la traducción correcta - que son crucificados junto a Jesús, porque se les había declarado culpables del mismo crimen, de resistencia contra el poder romano, y que observan una actitud muy diferente frente a Jesús, según el relato de San Lucas.

Uno de ellos lo insulta y, como los miembros del Sanedrín, le injuria y desafía para que se salve y les salve a ellos: “¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros.”; pero el otro reacciona de forma muy distinta, sorprendente dadas las circunstancias – Cristo había sido azotado brutalmente, y estaba expirando delante de sus ojos –, y reprende a su compañero:“¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal.”, y concluye dirigiéndose a Jesús con una petición más sorprendente todavía si cabe, porque ya no es un simple reconocimiento de la justicia o injusticia que se está cometiendo, sino una profesión de fe: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.” Seguro que este hombre, como todos los presentes, habría oído hablar antes de Cristo, de su vida y de sus milagros, y ahora coincide con Él en el mismo suplicio, la crucifixión, en un momento en el que su divinidad ya no es que esté oculta, es que aparece como algo absolutamente impensable. Pero algo ocurre en su corazón, el comportamiento de Jesús durante la marcha hacia el Calvario, su mirar lleno de compasión ante las gentes que le rodean, a las que lloran por Él y a las que le insultan, su silencio majestuoso ante el sufrimiento, salvo para pedir al Padre el perdón para quienes le están crucificando, “porque no saben lo que hacen”… desencadenan un proceso que le lleva, en ese momento insólito, y sin necesidad de que medie milagro alguno, a hacer un acto de contrición y arrepentimiento, y de fe, porque percibe que este hombre al que está viendo morir crucificado delante suya hace realmente visible el rostro de Dios, que es el Hijo de Dios.

La respuesta de Jesús va, como siempre, mucho más allá de tan humilde petición, “Yo te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.”

Como señala Benedicto XVI en su obra “Jesús de Nazaret”, “Así, en la historia de la espiritualidad cristiana, el buen ladrón se ha convertido en la imagen de la esperanza, en la certeza consoladora de que la misericordia de Dios puede llegarnos también en el último instante, la certeza de que, incluso después de una vida equivocada, la plegaria que implora su bondad no es vana.”

“Tú que escuchaste al ladrón, también a mi me diste esperanza”, reza el “Dies Irae”, porque es una esperanza para todos los cristianos; ya solo hace falta que nosotros, como recoge el himno “Adoro te devote”, sepamos pedir lo que pidió el ladrón arrepentido. 

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