domingo, 4 de abril de 2010

Justicia y esperanza

Anna Serguéyevna terminaba su relato acerca del Holodomor [“Todo fluye” – Vassili Grossman], al que me refería la pasada semana, planteando algunas preguntas, muy graves.

¿Cómo ha podido pasar todo esto?, es una de las preguntas que se hace cuando, pasado el hechizo, se da cuenta de que “…los kulaks eran hombres. ¡Todos eran hombres!”.

La respuesta es el “endiosamiento” de un Estado omnipotente y omnicomprensivo que lo provee todo, que lo absorbe a todo en sí mismo, y que se considera llamado a traer la felicidad y el bien a la humanidad, aun a costa de la eliminación de cuanto hay de humano en el hombre – libertad, voluntad, conciencia, dignidad, trascendencia, … - y de la eliminación física de cuantos se opongan a la creación del “hombre nuevo” necesario para su subsistencia. Es la bestia del Apocalipsis, el poder político exacerbado hasta suplantar a Dios, que se convierte en objeto de adoración por los hombres, que dicen: “¿Quién es como la bestia, y quién puede luchar contra ella?” [Ap. 13.4]

Pero quedan todavía otras preguntas - “¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello?” – que nos remiten al problema de la justicia.

Es sin duda una exigencia de la justicia el castigo de los culpables y la reparación a las víctimas. Y también lo es el conocimiento de la Historia, su memoria, y la condena de unas ideologías totalitarias, cuya praxis y nefastas consecuencias no solo no quedaron enterradas con el pasado  siglo XX, sino que en ocasiones han sobrevivido a la caída del muro, y en otras han reaparecido, como la Hidra, pero bajo nuevos y seductores revestimientos ideológicos, y elevan sus cantos de sirena prometiendo la salvación de una humanidad a la que terminan devorando. La certeza y actualidad de ese peligro exigen, también en aras de la justicia, la defensa política de un Estado que garantice el derecho como condición de la libertad y bienestar general, que proporcione bajo el principio de subsidiariedad las condiciones que permitan a cada hombre llevar una vida humana digna, y que se mantenga dentro de sus límites, esto es, que no se constituya en fuente última de la verdad y la justicia.

¿Pero qué ocurre con todos los sufrimientos pasados? ¿Nadie responde de ellos?

Afirma Theodor W. Adorno – filósofo alemán representante de la escuela de Frankfurt y de la "Teoría crítica", de inspiración marxista- que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo “en el cual no solo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo que es irremediablemente pasado”, lo que rechaza porque eso significa que no puede haber justicia sin resurrección de los muertos.

Viene entonces a la memoria el Credo cristiano cuando afirma: “Creo en un solo Señor, Jesucristo, - que -… de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos…”, y “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.”; es una profesión de fe en la resurrección y en el Juicio Final que implican, no solo la responsabilidad respecto a nuestra vida presente y el impulso para contribuir a la formación de sociedades justas, sino la esperanza en que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, la esperanza en la justicia de Dios porque, como afirma con fuerza Benedicto XVI - Spe Salvi - “…Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo [Cristo]. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, …”

Hoy, Domingo de Resurrección, es un buen momento para empezar a considerarlo.

4 comentarios:

Manolo dijo...

Podemos estar hablando de la bestia del Apocalipsis pero ¿en qué grado de desarrollo?. Si está naciendo, lo que nos queda por ver puede ser monstruoso, feroz, abominable, temible y terrible.

Parece que no aprendemos, que no tenemos bastante con la cantidad de desgracias que el propio hombre propina y propicia a sus semejantes. Con Leyes o sin ellas, con Estado de Derecho o sin él, el hombre siempre tropieza en la misma piedra y rememora una y otra vez el fratricidio de Caín contra Abel. Evidentemente, con la Ley en la mano y con el amparo del Estado de Derecho, nuestra vida debería ser más cómoda, lógica y justa, pero, cuando es la propia Ley y sus interpretaciones la que permite ese genocidio silencioso del aborto, perdónenme que dude seriamente de la calidad de las Leyes, es más, mi desconfianza es total hacia ellas. Que le expliquen las leyes a todos esos padres que han perdido a un hijo o hija a manos de un menor y, el reparo esperado, es posible que roce los límites del entendimiento humano por su ineficacia y por el putrefacto sistema de Leyes que amparan a los menores que han cometido algún crimen y que les posibilitará seguir cometiéndolos.

"Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo". Parece sencillo de aplicar pero ¡qué difícil lo hacemos!. Creo que es la mejor Ley que existe y la que facilitaría infinitamente las cosas, máxime cuando nuestro Señor Jesucristo ha dado todo para hacernos razonar y basar nuestras vidas en un pilar verdaderamente sólido. Pero fueron dos poderes, el pólitico, encarnado en Pilatos, y el religioso, por los miembros del Sanedrín, los que lo condenaron a muerte utilizando "las leyes" de la época: había que contentar al pueblo, había que lavarse las manos y se actuó con hipocresía, con injusticia y con total falta de amor, dándole al pueblo el "pan y circo" que necesitaba.

Desde el foro dijo...

Manolo,
Solo un apunte.
La política y las leyes no son malas en sí mismas; es más, son realidades humanas positivas que ayudan a elevarnos por encima de la barbarie y que son consustanciales a la misma existencia de una sociedad organizada.
Tal vez el problema radique en un voluntario apartamiento esas realidades por quienes tienen otras concepciones del ser humano, de la sociedad, de la economía, y de las leyes que deben regir una sociedad más justa. Y ¿que es lo que hay en el origen de esa voluntaria autoexclusión? Muchas cosas; debilidad, falta de esperanza, creencia de que solo siendo un sinvergüenza se puede estar en la política..., lo oimos todos los días.
El problema, como siempre, no hay que buscarlo en causas externas a nosotros mismos.

Leandro dijo...

La justicia humana juzga hechos, y sólo hechos; no puede (o no debe) entrar a valorar nada más. Y sus criterios son, en gran medida, retributivos. La justicia divina tiene otros parámetros muy diferentes que nunca alcanzaremos a comprender. Los creyentes corremos el peligro de pretender una justicia divina aplicada con criterios humanos. Craso error. Casi tanto como el de confundir la justicia con la venganza

Desde el foro dijo...

Estando conforme contigo en las ideas de fondo, me atrevo a hacer un par de matizaciones que no corrigen sino que, creo, complementan esa idea:

- Es cierto que la justicia humana se refiere solo a hechos, pero exige una valoración previa de los mismos, porque para dar a cada cual lo suyo hay que fijar previamente qué es lo suyo que corresponde a cada cual y le es debido.
La justicia humana por tanto tiende o debe tender a la verdad, e implica un criterio moral que es aplicado al derecho.

- El problema radica en cual es el criterio para la fijación de esos criterios retributivos, y en su caso punitivos, y en su aplicación al caso concreto. Pienso por ejemplo, en el ámbito del derecho penal, que conductas son castigadas o no, que conducta se consideran agravantes, atenuantes, o eximentes, y en los criterios de interpretación y aplicación de esas normas.
El problema es, por tanto, la limitación inherente a nuestra condición humana para conocer la verdad, lo que no nos exime de buscarla y de reconocerla cuando se nos presenta.

Y en eso confío sinceramente Leandro, en que la justicia divina no sea - no lo es de hecho, como dice nuestra fe - puramente retributiva.