A raíz del atentado
contra la revista “Charlie Hebdò”, me referí en “·Es
el fundamentalismo, idiotas”, a las reacciones que suscitó, que, junto a la
lógica repulsa, dio lugar a manifestaciones de todo tipo, contra el Islam, y
también contra todas las religiones, a las que se presentaba, sin distinción (“curas,
imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, con turbante o sin él”), como un poder arcaico y peligroso que induce a la
violencia asesina; y lo mismo ha vuelto a ocurrir como consecuencia de los
recientes atentados en París, siendo numerosos los comentarios contra las
religiones, en particular contra las tres grandes religiones monoteístas, a la
que se acusa de contener en sí mismas el germen del fanatismo y la violencia,
porque al fin y al cabo, decía Pérez-Reverte, “cuando uno no teme más que a
Dios es capaz de cualquier cosa.”
Una expresión gráfica de
ese pensamiento es la del “misterioso pianista”, como titularon los medios de
comunicación, interpretando frente al Bataclan, en París, la canción de John
Lennon, Imagine, “para llamar a la paz y la concordia entre los pueblos”; ya
sabes:
Imagine there's no Heaven
It's easy if you try
And no Hell below us
Above us only sky
Imagine all the people
Living for today
Imagine there's no country
It isn't hard to do
Nothing to kill or die for
And no religion too
Imagine all the people
Living life in peace
Sin Cielo y sin Infierno,
sin religiones, el hombre solo sobre la tierra con el cielo como único techo,
viviendo su vida en paz unos con otros…, “Tu puedes decir que soy un soñador”,
sigue la canción, y es posible, pero muy equivocado al vincular la violencia a
la existencia de religiones, y la paz universal a su desaparición.
En primer lugar, y habrá
que repetirlo, no se puede confundir la religión con una patología de la misma,
como es el fundamentalismo religioso, que es una falsificación de la religión,
porque en esa simbiosis el problema a eliminar es el fundamentalismo, y éste no
se circunscribe al hecho religioso sino que puede abarcar otros campos del
pensamiento y de las ideas. Por supuesto nadie puede ni debe matar en nombre de
Dios, porque eso es una aberración, pero tampoco en nombre de “la luz de la
Razón”, de la república, de la revolución o del laicismo, como también se ha
hecho tantas veces desde el aplastamiento de La Vendee al que me referí L`ami
du peuple , y que fue precedente de
otros genocidios laicos ejecutados en nombre de la raza, la igualdad, la
revolución, y tantas otras causas que pretendían reinstaurar el “paraíso en la
tierra", aunque para ellos tuvieran que correr ríos de sangre, ejerciendo un
fundamentalismo tan fanático como el religioso, aunque no hubiera turbantes,
kipás ni crucifijos de por medio.
Y en segundo lugar, no
cabe hablar de la irracionalidad de la violencia fundamentalista religiosa,
para atacar a las religiones – y a los creyentes - como irracionales y, por
tanto, causa de esa violencia, porque ni es cierto, y basta pensar en los
millones de creyentes, también del Islam, que la viven y profesan
pacíficamente, y son víctimas de esa misma violencia , y porque es un error: ni
la Razón excluye la violencia, que no es en si misma racional o irracional, y
puede asumir una forma perfectamente racional, ni la Paz expresa la condición
originaria de un orden racional, porque es el resultado final de un conflicto
entre un orden previo, que quiere ser conculcado, y un orden nuevo que intenta
imponerse, a veces mediante un ejercicio calculado – racional – de la
violencia.
Como señalaba André
Glucksmann (Occidente contra Occidente), sobre lo que denomina el “estado de
guerra” general que impone el terrorismo internacional, hay varios delirios con
los que, cediendo al pánico causado por la violencia, se intenta ocultar la
realidad de este desafío – y todos los hemos visto reproducidos de una u otra
forma a raíz de los atentados de París -, el típico antiamericano
(anti-occidental) que considera esa violencia como el justo castigo a
nuestros pecados - algo habremos hecho -; el ingenuo que la considera
patrimonio de marginales sin Estado, olvidando nuestro sangriento sin parangón
siglo XX; el insultante que la atribuye a la pobreza, y falta de educación – la
violencia se combate con libros - , desconociendo el origen acomodado y culto
de tantos terroristas; y, por último, el delirio antimusulmán, que estigmatiza
en bloque a mil trescientos millones de personas, como si el integrismo
islamista no atacara en primer lugar a los musulmanes, y que - añado – muchos
transforman en antirreligioso, por aquello de no discriminar, atribuyendo
idéntica peligrosa condición a todas ellas, y enfocándolo como un problema de
guerra de religiones que la modernidad debiera solucionar mediante su supresión
controlada.
No, no se trata de una
guerra de religiones, ni el problema lo causa la existencia de religiones,
porque, como señala André Glucksman, “el terrorismo integrista no es el arcaico
absceso de fijación en un pasado superado; los ángeles exterminadores surgen de
la faz negra, masacrante y nauseabunda de nuestra hipermodernidad. El “hermano”
islamista que se sacrifica a si mismo y a los demás es el gemelo del chekista
bolchevique, la duplicación del “héroe” fascista que jura “¡viva la
muerte!”...”; es muy moderno, y racional, en el ejercicio de la violencia para
imponer un nuevo orden.
Cuanto antes seamos
conscientes de ello, y nos dejemos de delirios escapistas, mejor
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