El video que antecede recoge los últimos minutos de la
película “La Pasión”, que tras relatar la Pasión de Cristo, desde la oración en
el Huerto de los olivos hasta su muerte
en la Cruz, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, como decía
San Pablo [“Los judíos piden signos, los griegos buscan
sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para
los judíos, necedad para los gentiles.” (1 Cor. 1, 22-23)], termina con
esa escena de su resurrección de entre los muertos.
En esta Semana Santa que acaba de
terminar los cristianos, como cada año, hemos vuelto a conmemorar como un
suceso actual la pasión y muerte de Jesús, sí, pero también su gloriosa
resurrección, que es la verdad culminante de la fe en Cristo, y parte esencial
del Misterio Pascual en el que alcanza todo su sentido el misterio de la Cruz
que, de otra forma, no sería tal. Y es que su resurrección no es una
elaboración doctrinal tardía, un producto elaborado de la mente de los hombres,
sino un hecho sorprendente, un acontecimiento extraordinario, que es creído y
vivido como tal por las primeras comunidades cristianas, una verdad central de
la que los cristianos dan testimonio desde el mismo principio, como recoge muy
pronto San Pablo, en su carta a los Corintios (57 d.C.) cuando afirma
transmitir lo que él mismo recibió [1 Cor. 15, 3-8): “…que Cristo murió por
nuestros pecados…; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las
escrituras…; y que se apareció a Cefas, y después a los doce. Después se
apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive
todavía y algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, después a todos los
apóstoles.” y, por último, a él mismo. No,
no se trata de una idea que surge en el tiempo. Creer en la resurrección de
Jesús ha sido, desde su mismo comienzo, un elemento esencial de la fe
cristiana, hasta el punto de poder afirmar que somos cristianos precisamente
por creer en ella; y
es que nada tendría sentido si no fuera por su resurrección, si todo hubiera
terminado con su muerte, porque, (San Pablo)“si Cristo no ha resucitado,
inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe… si tenemos puesta
la esperanza en Cristo solo para esta vida, somos los más miserables de todos
los hombres…Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana
moriremos.”
Por eso, si hay que vivir, y así
lo hemos intentado, la Cuaresma y la Semana Santa con el espíritu de
mortificación y penitencia propio de los hechos que se conmemoran – aunque
ambas, por los pecados propios y ajenos, son cosa de todo el año -, lo que hay
que celebrar ahora de verdad, con alegría, es la Pascua de Resurrección porque,
parafraseando al Papa Francisco en su exhortación apostólica “Evangelli
Gaudium” (de lectura obligada para quien se confiese cristiano, y recomendable
para el que no, o para quien se sienta alejado), vivir una Cuaresma sin Pascua
no es una opción, porque lo que creemos y profesamos los cristianos es que, como
la columna de humo que guiaba a los israelitas por el desierto, Cristo
resucitado es la columna de luz que deshace las tinieblas del pecado y nos guía
hacia el Padre, y que “así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre
los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último
día, con un cuerpo incorruptible: los que hayan hecho el bien resucitarán para
la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación (Jn 5, 29)”, y eso solo puede ser motivo de esperanza y de
alegría, aunque no podamos saber exactamente cómo será esa resurrección de la
carne, ni esa vida eterna.
Acaba de comenzar la Pascua, un
tiempo litúrgico entre los Domingos de Resurrección y Pentecostés, en el que la
Iglesia celebra con alegría, como si se tratara de un solo y único día festivo,
como un gran Domingo, el paso de la muerte a la vida del Hijo de Dios, y
nuestra salvación. ¡Celebrémoslo!
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