lunes, 8 de diciembre de 2014

Yo amaba mi propio camino. Ahora, te ruego, alúmbrame para seguir.

“No, no me digas si está bien o mal, eso es muy subjetivo ¿dime qué es lo que harías tú en ese caso?”, es la “pregunta” con la que muchas veces, como respuesta final, se trata de zanjar cualquier intento de argumentar racionalmente en torno a debates que, con profundas implicaciones, exigen una opción que es siempre una elección moral – anticoncepción, aborto, fecundación in vitro, alquiler de vientres, eutanasia, etc. - , y lleva implícita la doble afirmación de que, en realidad, llegado el caso, yo no actuaría conforme a lo que defiendo, que responde además a una concepción tan subjetiva como su contraria. En parte es posible, ¿cómo voy a afirmar lo contrario?, no siempre tenemos la fortaleza suficiente para actuar de forma coherente con lo que pensamos, y las presiones y/o seducciones del mundo que nos rodea tampoco ayudan, por no hablar de la conciencia errónea sobre tantas cosas, pero no creo que pueda defenderse seriamente que las opciones morales solo quepa afrontarlas desde una perspectiva subjetivista.

En realidad la cuestión no es nueva, y ya hace ya muchos siglos frente al relativismo y subjetivismos sofista, para el que lo justo o lo injusto no era sino el resultado de una convención que podía ser distinta en cada ciudad, (¿no suena muy actual ese positivismo, al que ya me referí en un post?), Sócrates (470–399 a.C.) defendía que lo justo había de ser lo mismo en todas las ciudades, que su definición debía de valer universalmente, y por eso buscaba una definición universal de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo moral y lo inmoral, no como un conocimiento abstracto,  puramente intelectual, sino como medio para la acción porque, decía, una vez conocido lo “bueno” no podríamos dejar de actuar conforme a él. Su final fue el que cabía esperar, claro, acusado de impío, por situar por encima de la Polis (la Ciudad-Estado) la obediencia debida a la voz interior de su conciencia, fue condenado a muerte, que se ejecutó al modo tradicional, suicidándose bebiendo “tosigo”, un preparado de cicuta. Sus acusadores y jueces sabían perfectamente que el respeto, incluso el de un solo hombre, por la verdad y por el bien contenía un potencial revolucionario tan grande que podía repercutir negativamente en las leyes, injustas, de la Polis, y también, por supuesto, en sus estatus personal dentro de su entramado político-jurídico-económico.

Pero el debate sigue, dos milenios y medio después, y para defender ese subjetivismo en la toma de decisiones morales, se niega que pueda haber una ciencia moral ya que, afirman, se trata de algo extraño el hombre, que le viene impuesto por agentes externos (familia,  sociedad, Estado, religión, etc.) negando la libertad humana, y proponen una ética que hace depender el juicio moral de las circunstancias en que se encuentra la persona, del fin que se pretende, de las consecuencias que se derivan de la acción, o de las costumbres o valoraciones vigentes en cada época, convirtiendo esas circunstancias, fines, y consecuencias en fuentes de la moralidad de los actos humanos, actos que se regirían esencialmente por la conciencia de cada cual, que se erige en norma suprema.

Y en principio, si no se matiza, parece que debe ser así, que la conciencia es esa norma suprema que ha de regir la conducta del hombre, incluso contra la autoridad que trata de imponer sus propias reglas, y a este aspecto y a la objeción de conciencia me he referido en alguna ocasión. Pero el problema no se aborda de forma completa si no se plantea otra cuestión, y es si el fallo de la conciencia, el de cada cual, tiene siempre razón, si es infalible o no lo es, y si es posible que pueda no estar rectamente formada, que sea errónea en definitiva, y no justifique, por tanto, todos los actos de una persona aun cuando obre en conciencia; y esto parece igualmente claro que también debe ser así, porque si el principio de la fuerza justificadora de la conciencia errónea fuera universalmente válido habría que admitir, por ejemplo, que Hitler, Stalin, y todos sus cómplices y secuaces que masacraron a millones de personas con plena convicción moral de estar haciendo lo correcto deben estar ahora mismo gozando en el cielo junto a sus víctimas, y eso no parece – repugna de hecho - que pueda ser así.

La respuesta está en “la verdad”, que no puede ser obviada, y que es el concepto central a partir del cual hay que entender la conciencia como rectamente formada en la medida en que es permeable y está orientada hacia ella, lo que significa de hecho la anulación de la mera subjetividad que termina siendo puro conformismo o conveniencia si renuncia a la búsqueda de lo bueno, lo justo, lo moral, si renuncia a la búsqueda de la verdad. Como señalaba el cardenal Ratzinger (“Verdad, valores, poder”), “La identificación de la conciencia con el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la subjetividad no liberan sino que esclavizan. Nos hacen completamente dependientes de las opiniones dominantes y reducen día a día el nivel de las mismas opiniones dominantes. Quien equipara la conciencia a la convicción superficial la identifica con seguridad aparentemente racional, tejida de fatuidad, conformismo y negligencia. La conciencia se degrada a la condición de mecanismo exculpatorio en lugar de representar la transparencia del sujeto para reflejar lo divino, y, como consecuencia, se degrada también la dignidad y la grandeza del hombre. La reducción de la conciencia a seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad.”

No, no creo que pueda defenderse seriamente que las opciones morales solo puedan ser afrontadas desde una perspectiva puramente subjetivista, al margen de la verdad; de hecho, ¿lo admitirían quienes lo proponen en todos los casos, por ejemplo ante el racismo, la trata de blancas o la pena de muerte? Estoy seguro que no, porque deberán convenir conmigo en que no todo vale, aun cuando creamos tener la cobertura de nuestra  propia conciencia si no nos hemos preocupado antes de formarla, e incluso la hemos mantenido a veces en el error, a propósito, renunciando a la búsqueda de la verdad ante la sospecha de que ésta podría complicarnos la existencia, porque intuimos que el fallo de la conciencia sería entonces contrario a lo que nos place o interesa.

La respuesta está en la verdad, que debemos buscar incansables ante esas opciones o elecciones morales que se nos puedan plantear, y es cierto que puede ser en ocasiones un camino arduo, pero renunciar a ello, plegándose mansamente a las opiniones más o menos dominantes  - políticamente correctas - del entorno social, o a los propios deseos, gustos, apetencias o conveniencias, no puede ser una opción.

Pidamos, como pidió en una ocasión el Cardenal Newman, “(Señor) Yo amaba mi propio camino. Ahora, te ruego, alúmbrame para seguir.” 

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